viernes, 1 de febrero de 2008

Mucho tiempo sin publicar

La locura de fin de año, particularmente de este, no lograron hacer que dejara de escribir, pero disminuyeron el caudal de publicaciones. Hasta hoy.

Los sabado de club

Hubo un tiempo que fue hermoso y ese tiempo un día se acabó. Ya no había días comunes o días normales en aquella época de este país. Los convulsionados setenta habían hecho su aparición y grandes masas migratorias seguían las rutas aún libres de dictaduras y persecuciones.

Ese sábado había sido un día como muchos como los que se vivían, pasamos el día divirtiéndonos en el club. Quizás porque la vida se mira distinta cuando tienes trece años y la lista de prioridades es otra, aunque sepas lo que pasa, tienes una mirada menos comprometida con los acontecimientos. Aún así, ya no éramos libres de verdad. Hablamos del fin de año, de cómo venían las vacaciones, de lo que creíamos sería nuestra vida el otro año. Daniel nos hizo cantar canciones de Sui Generis y el coro realmente se armó cuando entonamos las estrofas familiares de aquellas fábulas de amor que se iban desvaneciendo como pompas de jabón.

Luego los hombres armamos un partido de fútbol en el patio techado de piso de cerámica. El sol de diciembre se colaba por las planchas translucidas que se desparramaban entre aquellas de acero con el fin de proveer de luz natural a este gran espacio. Las chicas nos miraban, no sé si coquetas, y cuchicheaban mientras corríamos y gritábamos los goles. Yo tenía habilidades y el paso por Buenos Aires había mejorado mi técnica y visión de campo. La verdad es que no jugaba nada de mal. Y la pasaba bien, estaba entre amigos, me sentía protegido.

Hacía calor ese día de diciembre. Hacía calor y la vida se nos iba haciendo distinta. Ese año habíamos cambiado bastante. Nos sentíamos más grandes, los juegos eran distintos, y empezábamos a salir solos, íbamos al cine, manejábamos algo de dinero y organizábamos los primeros malones. Ese año nos habíamos descubierto hombres y mujeres.

Ese sábado fue pasando así, entre juegos y canciones, pasándola bien mientras el país se iba deshaciendo como aquellas burbujas. Mi padre estaba lejos y yo debo haberle echado de menos.

Adriana propuso una fiesta malón en su casa y todos aceptaron enseguida menos yo. Sabía que necesitaba telefonear, preguntar, negociar horas que siempre parecen pocas, más si la noche cae tarde cuando los días se hacen largos de estío.

Acordados los permisos, nos fuimos todos caminando en grupo. Juntamos plata, compramos bebidas y algo para comer. Los padres de Adriana tendrían pizza y no necesitábamos mucho más. El es arquitecto y su casa lo reflejaba; entretenidos recovecos, escaleras que llevaban a espacios divertidos, muchos libros y una gran claraboya en doble altura que nos ponía el cielo y las estrellas como techo cuando un ritmo suave nos hacía bailar lento y alguien apagaba la luz. La madre es psicóloga y ambos deben ser algo hippies. Sobre los muros blancos cuelgan ponchos y tejidos de intensos colores.

Los trece años, el verano, la humedad, la noche extremaban nuestras sensaciones provocando súbitas reacciones donde afloraban por igual las timideces y los deseos. Y seguimos bailando. Como siempre las canciones y el tiempo pasan más rápido cuando estamos bien. Si quería quedarme más tiempo debía llamar y renegociar, pero no desde allí, no desde la casa. No era seguro, ni el protocolo convenido.

Pero no había teléfonos públicos cerca ni restaurantes y me auto negocié unos minutos adicionales pero para prevenir cualquier olvido, avisé a los demás que me iba en poco rato. Marina que sabía que tomábamos el mismo micro me pidió salir juntos.

La conocía desde mi ingreso al Club. Debe haber sido la única que recuerdo tenía un apellido hispano. Sus facciones se me han desdibujado en la mente, pero puedo recordar la profundidad de sus ojos y la sonrisa.

La noche era muy agradable. Hacía calor pero no era el sofoco del día, corría un viento que era más que una brisa. Estábamos contentos y satisfechos del día que habíamos pasado. Esperamos juntos charlando aquel ómnibus. Se venían las vacaciones y teníamos ganas de volver pronto al club, de vernos de nuevo, juntarnos a vernos crecer. A querernos en grupo como nos queríamos.

Llegó el micro y nos fuimos de recorrido. El fresco entraba por las ventanas abiertas y levantaba los cabellos suaves de Marina. Me caía bien, era divertida y teníamos buena onda entre nosotros. Cuando jugaba al fútbol, tenía la impresión que e seguía su mirada. En ese momento suponíamos que no nos veríamos hasta marzo y ella me hablada de no hacer ninguna locura durante el descanso.

- Qué locura podría hacer?
- Enamorarte por ahí de alguien que no conoces
- No creo, de verdad lo veo difícil por allá.

El micro pasó delante del club y ya iba camino a nuestras casas. Cuando iba llegando a mi destino, le pregunté si quería que la acompañara hasta su casa que quedaba unas paradas más allá, pero no lo consideró necesario.

Me acerqué a ella para despedirme y ella que viajaba sentada, se levantó y me abrazó fuerte.

- No te olvides de nosotros y que te vaya muy bien, me dice al oído.
- No podría. En marzo les cuento cómo me fue. Les muestro las fotos.

Me volvió a abrazar, mientras el micro frenaba y abría las puertas para mí. Cuando estaba en el último escalón, ella alargó el brazo y me entregó un sobre.

- Para que te acuerdes…

Y el micro se fue dejándome con el sobre, una intriga y ciento cincuenta metros por caminar. Miré por última vez la parte de atrás del micro sin poder distinguir dónde iba Marina.

Caminé hacia la primera esquina con el sobre en la mano y el corazón que batía con intensidad. El cruce de las dos avenidas estaba muy iluminado y el transito era intenso. Mientras daba la luz para cruzar, abrí lentamente el sobre aprovechando el poste que estaba casi sobre mi cabeza. Saqué un papel doblado desde el interior, cortado en forma de pétalo, plegado decía “ábreme”, lo desplegué por primera vez y era algo parecido a un corazón que ahora decía “y descubre”, lo abrí completamente quedando un papel en forma de flor “lo muchísimo que te amo”.

Nunca habría imaginado eso de Marina. Ella me quería. Me amaba y no me había dado cuenta. Y me llené de aires y calor. Me sentí flotar mientras cruzaba la avenida. Cómo podría decirle que yo también la quería. Cómo pedirle que camináramos juntos y de la mano y nos diéramos un beso tibio en un parque por allí. Recordé su abrazo fuerte y el lento que habíamos bailado juntos. Me sentí bien y caminaba en el aire.

Mi primer amor se fue en ese micro y nunca la volví a ver. Yo demoré años en volver de ese viaje de dos meses y todo con el tiempo cambió. Aún así, me emociona encontrarme con ese chico que fui, darme cuenta de mis cambios y sentir más liviana la mochila.

sábado, 15 de diciembre de 2007

La mujer del pelo blanco


Había sido un día perfecto. Marcela, la mujer de pelo blanco, se levantó con tiempo, sin apurar nada. Se duchó, lavó el pelo y se vistió.

Cuando tomaba su desayuno, el llamado de Mario no la sorprendió.

- Feliz cumpleaños-. Le dijo, espero ser el primero, aunque llevo mucho haciendo tiempo por si aún dormías.
- Te espero en la noche.- Vendrá el coro completo.

Cumplir sesenta cuando te acompaña el coro en el que cantas desde hace veinte años, no parece tan complicado. Se conocen tanto, se quieren tanto y si no se quieren, aún así se necesitan.

Almuerzo perfecto con gente de la oficina, le preguntan por los hijos que están tan lejos. Aunque las preguntas la llenen de ausencia, ella sabe que allá están mejor. Irá a verlos esta navidad, seguramente jugará en la nieve con sus nietos; lo que habrán crecido en un año.

Temprano, más temprano que de costumbre se vuelve a casa.

Luego hay mucho ajetreo en la terraza del piso 7 del edificio del frente. Es una terraza amplia que logro divisar perfectamente gracias a la diferencia de altura y a la distancia entre las dos veredas.

La mujer de pelo blanco se afana en arreglar tres mesas, dos grandes y una más pequeña, con manteles, platos y cubiertos, unos coloridos arreglos florales en los que destacaban los verdes y los rojos. Rosario y Francisca llegan antes que el resto para ayudarla a arreglar.

Es diciembre en Belgrano City, las noches son cálidas y como llovió ayer no hay humedad acumulada. Es tiempo de cierres de año, de celebración y corridas. Es el mes de la cuenta regresiva final.

Mario llega temprano con un gran ramo de flores. Como ha cambiado desde que lo conoció. El pelo se ha tornado plateado y en algunas zonas ha prácticamente desaparecido. Sigue teniendo esos ojos frescos y transparentes, aquellos que cuando los mira, Marcela parece recordar el primer momento en que los vio. El se acercó después del primer ensayo, le dijo que no se preocupara, que tenía buena voz y sólo necesitaba tiempo. Ella lo mira desde lejos y lo siente tan cerca. El le dirige una sonrisa y le levantándolo le muestra el ramo.

El calor que siente mientras se va poniendo roja la saca del soñar despierta. Toma un vaso de agua para disimular. Francisca rauda toma el ramo y lo dispone en un gran florero de cristal azul.

Pasan los minutos y entran los invitados. Van entrando los tenores, los sopranos, los barítonos, el director. Hasta completar el coro.

Marcela va pasando de mesa en mesa preocupada por que todo esté bien. Mientras, se da tiempo para hablar con cada invitado, sirve, repone, levanta, ordena. Sonríe.

A eso de las once, Mario pide un poco de silencio para hacer un brindis y es en ese momento en que el timbre se hace notar.

Marcela se paraliza.

- Pero si ya estamos todos….-
- Debe ser tu regalo, le dijo Mario. Y ella lo mira intrigada.

Por la puerta empiezan a entrar los mariachis cantando las mañanitas, y luego el cumpleaños feliz, precisa y harmoniosamente coreado por los presentes. También entonan un bolero, una tarantela y de nuevo el cumpleaños feliz. Mientras todos cantan, Marcela con una servilleta seca los indicios de una que otra lagrima emocionada.

Los mariachis terminan su contrato, sus servicios y se van. Dejan cierta euforia y alegría, y soplan las velas y reparten la torta.

Va pasando el tiempo y se van yendo los invitados. Se han ido guardando las cosas, va quedando una mesa. Mario, las chicas y ella, han tomado sus chalecos y otras lanas para cubrirse un poco del fresco que cae, suave. Hablan del último viaje, de la necesaria renovación del coro, que en marzo empiezan de nuevo. La conversación se alarga y ella va trayendo café. La música del equipo parece tocar en piloto automático; ya nadie la escucha, pero está allí, como música de fondo de una película.

Mario vuelve a servirse una copita de vino. Las chicas se paran con el ademán de irse y Mario las sigue. Claro, no queda nadie más y ya es tarde. Marcela lo mira una vez más antes de despedirse y el le retribuye. Mario y las chicas en el umbral de la puerta, despidiéndose, ella presagiando la sensación de vacío.

Ella va despidiendo a cada una y él dice:

- Pero mira como te quedó la casa. Chicas, vayan ustedes que me quedo un ratito ayudando a Marcela. Ustedes ya hicieron bastante.

Y vuelve a entrar, se saca el vestón y toma unos vasos hacia la cocina.
Ella cierra la puerta y le mira ordenar unas botellas, ella le mira afanarse ordenar.

Ella sabe, él aún no, Mario pasará la noche ahí.

En veinte años, por primera vez.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Quiebres



Es difícil imaginar cuándo las cosas van a terminar y los motivos que tienen para hacerlo. Pero todo aparentemente tiene un final y como dice la canción “todo lo que termina, termina mal”.

Aquí estamos, mis hermanos, mi madre y yo. Yo mirando por las ventanas de la sala de espera 21 del ala nueva del aeropuerto de Miami. Nuestra ropa, nuestros documentos, nuestro ánimo parece transparentar un agradable viaje de vacaciones. Yo sé que no es así.

Desde 2001, cuando la familia dejó la amplia casa del golf donde vivíamos y nos vinimos al no menos agradable departamento que mi padre había comprado aquí, siempre me di cuenta de los motivos, las explicaciones y la realidad de lo que estábamos viviendo.

También he sido capaz de traducir el tono de las explicaciones de mi madre y la forma en que ha ido evolucionando su discurso, en particular en relación a mi padre. Creo que mucho de esto es gracias a lo que he aprendido de y con Mariana, mi media hermana mayor. Tiene tan solo un año y meses más que yo, y aunque ambas sabemos que yo fui la causa o la consecuencia o ambas de la salida de nuestro padre de su casa (y traslado a la mía), hemos sido y somos grandes amigos.

Ella siempre supo mucho más que yo y siempre compartió conmigo lo que sabía. Ella me ha contado mucho de lo que sé, está a punto de cumplir los 18 y en los últimos meses de colegio secundario. Yo tengo 16 cumplidos, tengo dos hermanos un poco menores; Esteban de 15 (o casi) y Lucas de 12.

Desde que nos vinimos, es decir hace 7 años, vivimos en una elegante zona residencial de Miami y, lo creas o no, hemos mantenido intacto nuestro acento. Hablamos siempre en inglés afuera y el castellano es sólo puertas adentro. Nuestros amigos hispanos siempre han sido del sur de América del sur. El resto, según mi padre no existe.

Yo era apenas una niña cuando nos vinimos. Las cosas no andaban bien en mi país y mi padre, siempre hábil en los negocios, supo anticiparse y hacer unas movidas que le reportaron bastante dinero, aunque también significaran la necesidad de trasladarnos. El era dueño de una fábrica de zapatos, lo que justifica la forma en que mi madre hablaba de él en el último tiempo:

- el zapatero quiere que le lleves el diario, y pregunta dónde dejaste el control remoto,
- dile al zapatero que lo estamos esperando para almorzar, si nos va a honrar con su presencia,

Pero los zapateros nunca dicen lo que son. Dicen que son empresarios, o que son grandes artesanos. Mi madre me ha dicho el último tiempo que nunca se debe confiar en los zapateros, porque nos venden cosas tan pocas veces en la vida que no se preocupan realmente de hacernos volver. Lo que les importa según ella es hacer la venta. Y punto. Por eso harán todo porque llevemos un par de zapato, lo necesitemos o no, sea lo que queríamos o no.

Debe ser cierto, pienso. En mi vida el único calzado que he comprado dos veces en el mismo lugar, son mis zapatillas de correr. O las tenis.

Pero bueno, la forma en que mi madre llama a mi padre mutó de su nombre –Martín- a “zapatero”, con un tono de desprecio y dureza que, aunque me sorprendió hace algunos meses, hoy es parte del paisaje.

El zapatero no viene en este viaje. Mis hermanos piensan que nos vamos de vacaciones y yo sé que sólo con algo de suerte volveremos algún día por aquí.

No hay mucho que ver por los cristales de la sala de espera. Cemento y aviones. Tractores y maletas. Afuera llueve, como llueve en Miami, adentro sólo se escucha la música de mis auriculares, mientras mi madre separa a mis hermanos que se pelean una vez más.

Mariana me contó que notaba raro a mi padre en las últimas vacaciones, que había cambiado su forma de relacionarse con nosotros.

Creo que mi madre trata de decirme algo y no sé si tengo ganas de escuchar, ni siquiera si debo correr el riesgo de bajar el volumen de la música. Aunque no reacciono, ella tampoco insiste y yo desvío la vista hacia fuera, donde se cae el cielo a pedacitos.

En algunas horas más, cuando mi padre vuelva a Miami desde California, nosotros estaremos llegando a mi país. ¿Mi país? Ahora podré ver a mariana más seguido. Tendremos un nuevo colegio. Tendremos una nueva vida. Si Mariana quiere estaré cerca de ella y ella me protegerá. Ella me mostrará la ciudad donde nací.

Miro a mis hermanos y trato de reconocerlos. Han cambiado más y más rápido de lo que había logrado darme cuenta, pero siguen siendo un perro y un gato, siguen jugando a molestarse y se divierten peleando hasta que alguno –por lo general el más pequeño- termine llorando.

No me despedí de nadie, ni siquiera de mi novio Peter. Quizás debí llamarlo, pero parece que el corazón se me ha puesto duro y prefiero no mostrarle que me da lo mismo irme, que acá o allá deben haber cientos de otros Peter bastante más entretenidos y con menos olor a cerveza.

Mi madre me acera un botella de agua que rechazo por rechazar. Tengo sed y no quiero mostrarle que tiene razón, que tengo ganas y aceptar que ella es una buena madre aunque fuera por preocuparse por mí.

Estoy cansada. Es tarde y las últimas horas han sido tensas… más que de costumbre.

- No dejen nada que se vayan a arrepentir de no tener allá…
- Seguro que no quieres llevar esos zapatos
- ¿Llevas el impermeable que usas en el colegio?

No sé. Sólo llevo lo que me importa llevar. Mi música, mis camisas y mis recuerdos. Del zapatero, no sé si tendré noticias algún día.

martes, 6 de noviembre de 2007

Eran ciento cincuenta


Inés empezó a leer la carta que le estaba dirigida, pero cuya intimidad había sido violada muchas veces durante la mañana:

Querida mamá Inés:
Hace casi dos años subí a bordo de un cayuco en una ciudad costera de Guinea. La embarcación que tenía un pequeño motor propio, fue transportada por un bote de pesca durante varios días y varias noches. A bordo del cayuco veníamos más de ciento cincuenta hombres, y yo era uno de los menores. Nuestras mujeres, nuestras madres y padres y nuestros hermanos se quedaron por allá. Durante años hicimos con mucho esfuerzo el ahorro necesario para pagar un viaje. Juntamos dinero en latas que escondíamos bajo tierra por el temor a los ladrones, a las milicias o a los militares. Con esa plata le pagamos a un hombre que vino a contarnos de la posibilidad de viajar a una tierra distinta, donde se vive distinto, se vive mejor, hay esperanzas.

En el cayuco en el que viajábamos descubrimos un día que habíamos sido abandonados a nuestra suerte por el bote. Durante la noche nos dejaron allí, sin un rumbo que seguir. En esos días y noches en los que nos turnábamos para tratar de ver una luz, un barco y pedacito de tierra donde llegar, murieron algunos de nuestros compañeros. Se nos fue acabando la comida y el agua, el calor parecía quemar nuestras fuerzas.

Hasta que un barco nos encontró y nos trajo hasta aquí, pensando que era el fin de nuestras penas.

…No puedo soportar la idea de ser expulsado y enviado de vuelta a mi infierno. Al lugar donde perdí gran parte de mi familia.

Mamá Inés, perdóname, pero simplemente no puedo.

Dos años antes, como todas las mañanas, Inés había despertado a sus hijos Ignacio e Iván, quienes a sus 14 y 16 años aún le parecían demasiado dependientes de ella. Había dejado el desayuno listo y sobre la mesita de la cocina antes de irse a duchar y vestir. Su rutina decía que el tiempo de maquillaje tendría que esperar la llegada a la oficina, más bien el estacionamiento antes de subir.

Saliendo de la ducha, un breve paso por las habitaciones de los niños. Ignacio ya estaba vestido; Iván remolcaba sueño y lagañas hacia el baño.

- vamos que de nuevo vamos a correr
- Iván, ¿a qué hora apagaste la compu? Hoy prohibido chatear después de la cena, que después no te levantas,
- ¿Puedes subirte los pantalones? ¡Qué pareces mostrando todo el bóxer, por favor hombre!

Les dejó frente al paradero de los micros y siguió camino a la oficina. Desde que los depositaba en esa etapa camino al colegio, Inés sentía un profundo alivio. Ya había cumplido su primer deber y el proceso había sido logrado a tiempo.

Sonó su celular y fue divertido verla hablar haciendo grandes gestos mientras la conversación era deglutida por el sistema manos-libres. Si no nos estuviéramos acostumbrándo a ese tipo de equipos hubiéramos dicho que hablaba sola como una loca. Como todos los días, con una puntualidad precisa y estudiada, su secretaria le organizaba la agenda.

Unos momentos después, mientras finalizaba el maquillaje en el estacionamiento del edificio donde está su oficina, Inés llama a los chicos para saber que ya habían entrado al colegio y por ende todo estaba bien, un beso, un cuídense y nos vemos a las seis.

Subir a la oficina, entrar al despacho y ver que de dos de sus asesores están ahí, haciendo guardia para revisar las principales carpetas. Hoy por la tarde se votarían los nuevos impuestos, hay que comentar el alza de precios del petróleo, bueno ya sabes ¿A quién le conviene más? Hay un tema con el atraso en la construcción de un colegio, bueno y la llegada de un cayuco.

- ¿De nuevo? ¿cuántos son esta vez?
- Más de ciento cincuenta, los que llegaron vivos…
- ¿Hay más detalles?
- Acá hay una carpeta con los recortes y la información confidencial de la policia.

Los asesores entregaron las carpetas y como todos los días se retiraron, luego que ella les agradeciera.

Ella tomó la carpeta del “cayuco” y empezó a revisar los recortes y las fotos. Este nuevo cayuco tendría unos 20 metros de eslora, en realidad parecía una gigantesca piragua, una embarcación demasiado feble e insegura para los ciento cincuenta que habían llegado. Un verdadero milagro-

- Quizás cuántos se habían embarcado. Pensó.

Una rápida revisión de la lista con demasiados nombres extraños. Según el informe policial no se sabía aún la nacionalidad del 100& de ellos, algunos venían de Senegal, otros de Gambia, Mauritania, Malí, Guinea. Todos inmigrantes ilegales que se arriesgaban en este tipo de transportes con el sueño de llegar a Europa, con el sueño de alcanzar una vida.

La Policía informaba que la gran mayoría había señalado que algunos habían muerto en ruta por la falta de agua o comida y que los cuerpos habían sido tirados simplemente al mar. No había registros escritos de ninguna especie. Los sobrevivientes eran enviados a dos hogares de acogida.

Inés llamó a uno de sus asesores.

- ¿Tú estás al tanto del tema del “cayuco”? ¿Me puedes explicar por qué separan al grupo?
- Es que a los menores los mandan a otro lugar…
- ¿Cómo es eso de menores?
- Bueno, en este grupo vienen varios entre los 13 y los 18. Los que no tienen algún familiar a bordo son derivados. No los podemos deportar directamente.
- ¿Pero cómo puede ser que vengan menores?

Mientras hablaba, Inés miraba las fotos y la vista le quedó congelada en el rostro y el cuerpo de uno de los chicos. Debía tener la edad de su Iván, tenía su altura, sólo que estaba en los huesos, apenas vestido, pero con esa misma mirada casi infantil.

- Necesito ver a este chico, díganme dónde está-

Ver el rostro, cuerpo y mirada de aquel chico que decía llamarse Mbosue, le había producido un golpe emocional. No podía entender que una madre librara a su suerte a un niño de esa edad y conociendo el riesgo que se corre, lo dejara abordar aquellas embarcaciones con destino prácticamente desconocido.

Por la tarde la llevaron a la Casa-Albergue de la buena esperanza, nombre que sintió se acomodaba perfectamente a la realidad. La misma directora del establecimiento salió a recibirla.

- Diputada, dijo
- Diputada nada, dijo Inés. Hoy vengo como madre y mujer. Necesito hablar con ese chico.
- Está todo listo, no se preocupe Diputada.

La Diputada sólo le devolvió una mirada quejosa.

Algunas horas antes, cuando la secretaria de Inés por fin dio con el centro de acogida, había informado ala secretaria de la directora que Inés iría a reunirse con aquel muchacho, se había producido una revolución en el centro. Se había dispuesto un gran operativo de limpieza y orden general, se había duchado y enjabonado a todos los residentes, habían repartido alguna ropa nueva entre los más desprovistos. Mbosue era uno de ellos y no había aceptado la ropa hasta que encontraron un traductor que le explicara que se trataba de un regalo, para que estuviera más cómodo.

Inés se sorprendió al ver el lugar tan perfectamente ordenado, se imaginaba que si a ella le costaba mantener el orden con dos, un centro con 200 adolescentes sería mucho más complicado.

La llevaron hasta la cafetería del lugar donde había una mesa dispuesta para que ella merendara con el joven africano. Lo vio aparecer escoltado por la directora, venía asustado, seguramente preguntándose porqué él, qué había hecho, adónde le llevaban.

Efectivamente se parecía bastante a Iván, claro, con otros rasgos y otro color de piel, pero tenía los rasgos inconfundibles de la inocencia y la picardía, y cuando por fin sonrió para saludar, mostró un brillo tremendamente especial.

- Hola, me llamo Inés y este señor nos ayudará a comunicarnos. Quiero que me cuentes cómo es que has llegado hasta acá.
- En un barco, respondió inocente.
- Entiendo, pero ¿cómo es que decidiste a venir?
- Mi madre murió hace algunos años y cuando mi padre supo que uno de sus vecinos en la aldea tenía un hijo que le enviaba dinero desde Europa, él averiguó cómo se hacía para llegar hasta allá. ¿Esto es Europa, no?
- Claro, estas islas pertenecen a España que forma parte de Europa.
- Tuvimos que juntar mucho dinero. Trabajamos todos en la familia. Al principio era mi hermano mayor quién viajaría primero, pero cuando la guerra comenzó los llevaron las milicias, nunca más supimos de él.
- ¿Y tu padre?

A los niños se le llenaron los ojos de lágrimas. Intentó inútilmente evitar que éstas se derramaran por las mejillas, pero era inútil, y mientras caían pasaba las mangas de la camisa nueva para secarse.

Las lágrimas aparecieron también en los ojos de la mujer, ella se acercó y lo abrazó, ambos lloraron, mientras ella intentaba consolarle, consolarse.

A partir de ese momento se produjo una relación continua entre ambos y Mbosue compartió muchas veces el hogar de Inés y sus hijos. El chico hacía rápidos progresos en español e Iván e Ignacio se encargaron de enseñarle todas las malas palabras que conocían, a veces bromeando sobre el significado verdadero de alguno. La simpatía y autenticidad del africano le abrieron un espacio en esa casa y en cada uno de los corazones de sus habitantes.

Mientras tanto, Inés luchaba por dar a conocer la realidad de estos jóvenes y que su país les aceptara.

El peso del nacionalismo y los fundados temores de nuevas y más grandes olas de inmigración ponían frenos a soluciones definitivas que no significaran la deportación.

Y pasaban los días y pasaban los meses y Mbosue se había transformado en alumno aventajado en el albergue y transmitía sus conocimientos de español –incluyendo sus groserías- a todos sus albergados. Mientras su cumpleaños 18 se iba acercando y Mbosue hacía planes de celebración, sus amigos del albergue le advirtieron sobre lo bueno y lo malo que se le venía encima. Pese a los esfuerzos de Inés, España no definía una política sobre el tema y la adultez en este caso, era sinónimo de deportación.

Mbosue lo habló con Inés con palabras que se incrustaron profundo en sus intestinos de mujer.

- No me puedes dejar ir, yo soy como tu hijo, al menos yo te siento como mi madre.
- Pero soy diputada, no puedo ir contra la Ley. Pero estoy haciendo todo lo posible.
- Pero queda un mes, si no ha pasado nada en casi dos años, ¿por qué esto cambiaría ahora?
- Ten fe, no te preocupes, algo arreglaremos.

Y se abrazaron como el primer día, pero esta vez el muchacho sabía que no había tiempo que esperar. Inés por su parte intuía que no había tiempo de hacer mucho, no era capaz de dar un camino racional a un cúmulo de emociones que la invadían. Siempre en su vida profesional había tenido que demostrar a los demás su capacidad de actuar por encima de las emociones, siempre, hasta que la emoción fue demasiado personal.

Hoy al leer la carta, todo aquello no importaba nada.

En vuelo


Vamos hombre, te digo que mires a tu alrededor, pero lenta, muy lentamente, que no es la idea que todo el mundo se de cuenta y haga lo mismo.

La mujer del 5D ya abrió la notebook que mantuvo en el regazo desde que se sentó allí. Se puso los anteojos de leer y ahora, con cara de gran compostura y seriedad, hace bailar los dedos sobre el teclado. La otra mujer, la del 3A también abrió la computadora, pero en ella ahora bailan las imágenes de un DVD.

Gira suavemente hacia tu derecha. El gordo que rompió el asiento al sentarse no aguantó el tedio que le produjo el libro que leía y echó cabeza atrás, cerró los ojos y el libro reposa sobre el pecho en equilibrio inestable. Pese a la forma en que le ha quedado abierta la boca, no son suyos los ronquidos que escuchas. Son del asiento de atrás, pero no vayas a mirar que harían demasiado evidente el hecho.

El tipo del 4A hace rato se sacó los zapatos y parece estar bastante cómodo ¿Puedes adivinar de dónde viene? ¿Qué hace? Lee una revista de aviones y aeronáutica, pero no ofrece mucha más data para analizar. Usa pantalones livianos grises, blazer azul oscuro con botones dorados y una camisa de una liviana tela de jeans. Mírale el reloj. No es el de un piloto, creo más bien que es algo más informal. Estira los pies sin zapatos como forzando la circulación en las alturas. ¿Crees que te animarías a sacarte los zapatos y quedar en calcetines a estas alturas del día?

A tu derecha más adelante, está sentado un bicho raro. Pelo corto, pero no militar, estrictamente blanco casi en su totalidad, aunque en los bordes agarre una leve tonalidad gris, un aro demasiado visible en la oreja izquierda, camisa y pantalón de riguroso negro, no lleva reloj. La tez, un poco más oscura que la cabellera. Lee el diario en inglés y se ha dedicado primero a la sección espectáculos y cultura y luego se ha detenido en la sección de crónicas policiales. ¿No te da susto pensar que podría ser un criminal? Mucha pulserita, mucho adorno dorado… podría ser.

Aunque al principio te parezca raro, y casi divertido, por el pasillo vez avanzar hacia ti un trasero bien contorneado por una falda precisa. No es común ver algo así de no ser aca en las alturas. Tras el trasero bamboleante, aparece un carro de comidas que no apeteces. Luego ves un azafato que por su apariencia adivinas, está en su ultimo viaje del día. Arma y distribuye bandejas en forma eficiente y bastante automática.

Cuando el carro va pasando puedes sentir los olores de carne mezclado con otros de pescados. No sólo no apeteces la comida a 10,000 metros sino además te paran el carro a tu lado para que sus olores invadan y alimenten tu imaginación. Ahí están para impregnarte las narinas ya congestionadas por una mezcla de catarro y alergia a estos aires acondicionados demasiado reciclados.

¿No te llama ya la atención? ¿Te has acostumbrado? ¿Crees que es siempre igual, que son las mismas caras, las mismas poses, las mismas sonrisas, los mismos aromas?

Mira, hasta el gordo del 4D despertó y cena con gusto el fase food bien presentado que tú rechazas.

Ni bien han terminado de servir su sector, azafato y trasero bamboleante vuelven a pasar ahora en sentido contrario y parecen volver a la carga. No me queda claro desde acá si ahora aparecen ofreciendo repeticiones, más líquidos o ya recogen lo servido y lo comido y tomado, olvidado. ¿Alcanzas a ver?

Te puedo contar dos cosas de cuando me levante al baño. Parece que la carne traía nervio porque varios tapan la boca con una mano mientras con la otra escarban espacios interdentales. Lo otro es que no eres el único que no cena. Pero a diferencia de ti, los otros están trabajando. Leen memos impresos o teclean en la computadora. Sólo tú estás ahí mirando con tus auriculares que tocan música brit pop, o no miras y la vista la tienes extraviada, perdida en un horizonte inexistente o en un atardecer que sólo está en tu cabeza.

¿O será que estás soñando con los ojos abiertos? ¿Será tal vez que estás volviendo a casa y anticipas el momento y lo disfrutas desde ya? ¿O será que a estas alturas de tu vida estos viajes son un mal necesario y el disfrute inicial se ha perdido y te colocas en un estado de meditación que hace que el tiempo pase más rápido, alejado del presente que crees ver?

¿Vamos cuéntame en qué estás? ¿Será que la música te trae recuerdos de algo que ya pasó y te hace desear secretamente que vuelva a ocurrir?

Mira, mira, no te pierdas el costado derecho del avión, con música, sueño y todo, puedes disfrutar de los rectángulos sucesivos trasparentes que muestran un atardecer irrepetible y entrecortado, sobre los cielos del canal de la mancha en este otoño europeo. Mira como el celeste se convierte en rojo intenso y éste a su vez en negro casi puro. ¿Te pasa como a mí de sentir que nunca habías visto algo así? ¿Crees que nunca el rojo ha sido tan rojo como hoy?

El tiempo ha seguido pasando. Los dedos de la mujer siguen tecleando en el 5D, el atardecer se ha hecho aún más noche y suficiente tiempo ha pasado. Ya estás más cerca y vuelves a soñarte llegando. ¿Por qué será que se perdió la costumbre de ir a buscar a la gente que quieres al aeropuerto?

(Paréntesis, algo interesante debe pasar en la película que alguien ve en la computadora en la fila 3. El de pelo blanco no deja de mirar de reojo por encima del diario que ya lee con menos atención).

El gordo rompe asientos ha vuelto a dormir y ahora le escucho roncar. Suave. Pero seguro.

Más allá hay otro de camisa rayada y gemelos de plata que lee una revista de negocios. Se paran unos al baño, otros estiran las piernas, siento los oídos taparse y las conversaciones parecen ser distintas. La música se escucha distinta, los ojos quieren cerrarse.

Se enciende la luz de cinturones y el avión está por llegar.

jueves, 25 de octubre de 2007

Irse de trece a Madrid


Hoy es trece. Y es feriado. No es ni viernes trece, ni martes trece. Pero hoy pagan sin trabajar. El aeropuerto está tranquilo. Como día feriado.

A Juan José lo vino a dejar un taxi privado, un auto no muy nuevo y un chofer de aquellos que no se aleja de la ciudad en estos feriados largos. Llegó 20 minutos tarde respecto de lo acordado y con ello aportó a incrementar los nervios ya azotados por la tensión del primer viaje del joven.

Juan José cumplió recién los 18 años, es un joven de buena figura, pelo ni largo ni corto, bien arreglado, una mirada transparente. Es como cualquier chico tranquilo de su edad. No hace nada por llamar la atención.
Al entrar al aeropuerto a esta hora, no lleva la misma mirada que tendría en un día normal. El taxi atrasado quiso recuperar el tiempo perdido y las velocidades –la real y la percibida- pasaron cualquier límite. Sólo le calma pensar en Marcela. Debe recordar traerle un regalo. Más aún después de las lagrimas de ayer.

- ¿Será que siempre que nos despedimos las mujeres piensan que no volveremos más? Se preguntó durante la noche.

Juan José se va de viaje. Su primer viaje. Lo contactaron en el colegio hace algo así como un mes. Alguien pasó el soplo que su madre había conseguido finalmente la nacionalidad y pasaportes españoles y pensaron que podría ser muy útil al proyecto.

Al principio no le gustó mucho la idea. Tampoco le resultó fácil pensar en cómo justificar de dónde había salido este viaje. Pasaje, estadía, plata para el bolsillo y un bono especial al llegar con un paquetito a una dirección en Madrid, que debía memorizar.

Se decidió porque la plata era interesante, sería su primer trabajo remunerado y no le tomaría mucho tiempo. Pero sobre todo, quería volar en avión y conocer Madrid.

Unos días atrás, le entregaron un paquetito que debía guardar en la maleta, entre su ropa. Era un pequeño cubo envuelto en papel de regalo. También, una especie de cinturón que debía usar en la cintura, bajo el pantalón, y que no debía abrir por ningún motivo. Que no se preocupara. Todo estaría bien. Lo estarían esperando en el mismo aeropuerto de Barajas, alguien con un cartón con su nombre. De ahí al hotel y al otro día a buscar la dirección.

Juan José está por terminar la secundaria y quiere estudiar electricidad. Como no es nada de tonto, y pese a la falta de experiencia, se las arregla bien en el aeropuerto y va pasando trámites y controles con facilidad. Entrega equipajes, documentos de viaje. Llena formularios y ya está listo para avanzar a Policía Internacional. Tarjeta de embarque, pasaporte, formulario. Mirada siempre inquisidora del agente. Y ahora al control de equipaje de mano. No lleva nada líquido. Nada de elementos cortantes. No tiene monedas en el pantalón. Coloca sobre la huincha de la maquina de rayos su pequeña mochila, el cinturón. El anillo que le regalo Marcela cuando cumplieron un mes. Y espera el turno para pasar por el pórtico detector de metales.

De pronto sufre un shock.

- ¿y si suena?
- ¿Qué mierda tendrá el cinturón acolchado? Putas que soy pelotas. ¿Y si es merca?

Siente que le bajan las defensas.
- ¿Pero cómo no lo pensé antes? ¿Quién me mandó a meterme en esto?

Se le enfría el cuerpo y el tiempo parece hacerse lento. Puede sentir como en cámara lenta, un hielo polar que comienza a bajar por su columna. Piensa que va a terminar por inmovilizarlo. A esa sensación le sigue un súbito calor que le moja de sudor las manos.

Vuelve a pensar. No puede ser que no se haya dado cuenta. El entusiasmo lo encegueció. La plata fácil. Madrid. De seguro alguien lo había cagado. Y no se imaginaba aún quién. ¿Sería Iván, el antiguo novio de Marcela?¿Alguien del colegio?

El joven se sobresaltó cuando una mano firme le tomó el brazo y le señaló que era su turno de avanzar.

Dudó un instante. Y avanzó.

Aunque para quienes lo vieron avanzar su paso pareció seguro, Juan José sintió que cada pié pesaba una tonelada y que cada paso era un esfuerzo sobrehumano. Dio el paso final hacia el detector y a poco de ubicarse ahí una alarma sonó y una lucecita empezó a titilar.

Juan José quiso largarse a correr. Se dijo que había caído en la trampa como un niño pequeño. Se vio protagonista de una película en la que ya no deseaba estar. Quería deshacer camino, echar el reloj para atrás. No había sentido sensación similar desde que rompió con la pelota el vidrio de una vecina. Se imaginó las conversaciones en el vecindario. Vio a su madre acercarse con lagrimas en los ojos, mientras le tomaba las manos esposadas.

Un policía le hizo señas para avanzar hasta una zona donde podría ser revisado. El avanzó como si tuviera una roca gigante en la cabeza, pero no tenía más remedio que avanzar y se dejó hacer.

Juan José sintió que se estaba derritiendo, sentía el cuerpo hacerse agua. Miraba cómo los demás pasajeros lo miraban, tal vez sospechando lo que podría ocurrir. En el fondo de la sala, vio a una pareja de policías que llevaban a un tipo moreno esposado. De pronto sintió las manos del policía pasearse por las piernas y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Le pareció incluso que el uniformado se tardaba demasiado alrededor de los genitales, pero no tenía valor para moverse o quejarse.

Luego, el policía lo hizo ponerse con los brazos en cruz y le fue pasando el detector de metales por los brazos extendidos, luego por la espalda. De ahí saltó a los pies y revisó cada una de las piernas que le hizo separar. Luego le hizo girar para ponerlo de espaldas y reinició el mismo proceso. Al llegar a la cintura el aparato empezó a sonar y el policía lo miró cuestionador, pero de vuelta sólo recibió una mueca de “yo no fui”. Juan José se sacó el cinturón externo, pero el aparato siguió sonando.

- ¿Qué tienes ahí?

Juan José se resistía a confesar el cinturón interno, pero fue el mismo policía el que le hizo levantarse la camiseta, lo que dejó a la vista parte del adminículo. El joven no esperó la instrucción y abandonado a su suerte, se lo sacó y lo dejó sobre una mesita que había al costado. El Policía lo abrió y comenzó a sacar el contenido. Algunos billetes, una carta y una pequeña figura religiosa, cuatro preservativos que dejó claramente visibles en la mesa mientras sonreía vistosamente, y finalmente, ante el rostro muy rojo del joven, un raro artefacto con la forma de un gran anillo metálico.

- Esto es lo que sonaba, le dijo. Si me hubieras dicho no hacíamos tanto escándalo. Puedes seguir, le terminó de decir con un guiño.

Juan José recogió sus cosas con la cabeza aún llena de preguntas, volvió a colocarse el cinturón con su extraño contenido, se arregló como pudo mientras sentía que los colores corporales y su temperatura se normalizaban. Continuó.

Se paseó un poco por el aeropuerto recuperando el aire y la normalidad. Hizo la espera frente a la puerta 19A, cuando llamaron se subió al avión y voló.

Para ser su primer viaje, se comportó bastante bien. Soportó estoicamente algunas turbulencias al cruzar el atlántico, y disfrutó la comida, la música, las películas. De hecho las vio hasta que sus ojos no resistieron y cayó dormido profundo. . En el sueño se veía llegando y preguntándose lo que realmente hacía allí, lo que transportaba. El sueño hacía aflorar todas las preguntas que finalmente se hacía sobre el viaje. ¿Por qué le pagaban? ¿Qué hacían esas cosas en su cinturón?

El sueño sólo ofrecía preguntas.

Llegó pasado el mediodía a Madrid y pasó sin problemas todos los controles. Afuera lo esperaba un tipo grande y corpulento con un letrerito a su nombre. El hombre le abrió la puerta trasera de un auto que en su vida hubiera imaginado utilizar, se puso unos anteojos de sol y mirando por la ventana mientras el auto avanzaba camino al centro de la ciudad, se sintió el rey del mundo o mucho más. Pidió música al chofer y se fue volando a través de sus pensamientos.


Se bajó en un hotel donde una habitación lo estaba esperando. Al otro día debía llevar el paquetito y allí sabría más de qué se trataba todo esto.

Aprovechó el resto de la tarde para pasear por una ciudad que le llenaba el cuerpo de sensaciones. Por un buen rato logró olvidar las preguntas y se dedicó a disfrutar.

Al caer la noche, se sentó en una terraza a comer algo mientras se reía solo de pensar lo que hacía un joven como él con dinero y tiempo en una ciudad grande como Madrid. Pero el viaje le pasó la cuenta y volvió al hotel a descansar. Ya habría tiempo mañana.

Al otro día, tomó desayuno en el hotel y se preparó para ir a dejar el encargo. Volvió a ponerse el cinturón de tela. Tomó el paquetito y partió. La entrega se hacía en el cuarto piso de un elegante edificio madrileño desde el cual se divisaba una esquina del Estadio Santiago Bernabeu, del otro lado de una ancha avenida.

Al abrirse la puerta del departamento, Juan José se encontró con mucha gente, parecía una fiesta en la mañana de un día laboral, y entre las caras aparecieron las de algunos de sus contactos iniciales. Se acercó a ellos y entregó el paquete, sintiéndose por fin liberado.

Aunque no tenía muchas ganas de quedarse, se sentó. Había muchachas apenas adultas en actitudes de permanente seducción, había droga en las mesas y mucho, mucho alcohol. En cualquier ocasión se hubiera sentido cómodo en una fiesta así, pero había algo que le llamaba a irse cuanto antes.

Sin darse cuenta cómo se vio con un vaso largo en la mano. Pensó que lo mejor era sólo mojarse los labios pero no caer en la tentación, y menos perder el control.

Reconoció la cara del que le había entregado el paquete una semana atrás y al cruzar las miradas, éste comenzó a caminar hacia él.

- Gracias, le dijo. Has hecho un buen trabajo.
- De nada.
- Te mereces el premio prometido. Ven conmigo.

Juan José le obedeció y siguió hasta una habitación. Allí recibió un sobre que parecía contener varios billetes.

- Toma. Disfrútalo. Hay mucho en que gastarlo en Madrid… Pero quédate a festejar con nosotros. Puedes aprovechar esta fiestita.
- Gracias pero tengo cosas que hacer. Quiero salir a conocer.

Juan José pensó un momento, y mientras avanzaba hacia la puerta de salida, dijo:

- Pero tengo una duda y quiero saber si me lo puedes aclarar. ¿Qué hice realmente?
- No mucho directamente. Nuestro “burro” no eras tu, sino alguien que siempre estuvo detrás de ti. Cada vez que te paraban y revisaban, desviabas la atención y él pasaba sin problemas.
- Pero,¿qué traía el “burro”?
- Ummm, Dios pregunta menos y sabe más. Y lo empujó cariñosamente hacia fuera con una mueca alegre en la boca.
- Adiós, o... ¿hasta la próxima?