viernes, 28 de septiembre de 2007

Los aeropuertos y una invitación a mis lectores


Me lanzo a un nuevo desafio. Escribir sobre momentos e historias relacionadas con aeropuertos.


Son historias de idas y venidas. De despedidas, de reencuentros. Pasajeros y permanentes.


Son historias de expectativas, por lugares y momentos por descubrir, y miedos.


Son viajes de turismo, son viajes de emigración. Son viajes para despedir definitivamente a un amigo o un familiar, son viajes de descanso.


Son historias de azafatas y sobrecargos, pilotos y personal de limpieza. Hay muchos mundos que se juntan en momentos distintos de sus vidas... y a veces se cruzan... Hay gente feliz y gente enojada.


Y te lanzo una invitación: cuentame una historia o anecdota de aeropuerto que te parezca relevante. ¿te parece? Dejala como comentario aqui mismo o me la mandas a pavelfriedmann@hotmail.com


Te espero,

lunes, 10 de septiembre de 2007

11 de septiembre. De duelo.


Rompo el esquema de mi blog. Hoy no escribo un cuento.

Me declaro en huelga por el día de mañana. El día del horror.
No puedo creer que se celebre el día del profesor el mismo día.
A menos que sea la forma de recordar que de estos días tenemos que aprender.




sábado, 1 de septiembre de 2007

Café Moro

(para Cecilia)

Cuando te tomas un verdadero café árabe, siempre queda una espesa borra que según cuenta la leyenda, se puede leer. Te habla del futuro y de cómo viene la mano.

Era el final de la primavera, en un pequeño pueblo situado en un peñón, sobre la costa del sur de España. La bella monotonía de las casas bajas de muros blancos se rompe gracias a los balcones llenos de geranios, el verde de los naranjos y el aroma de suaves azahares. Caminando por allí un día demasiado caluroso, busqué fresco y descanso en un estrecho local comercial. De pronto me sentí en el medio de cualquier shuk árabe, como el de la cuidad vieja de Jerusalén. Entre las especias misteriosas como el cardamomo, coriandro, comino, azafrán, albahaca, jengibre, clavos, mardakush y los frutos secos, se ofrecía café moro y té de menta.

Opté por el primero porque luego de una semana vagando por Agadir y Marrakech, el té de menta me salía hasta por los poros.

El joven mozo, tendero e hijo del dueño, dejó sobre la mesa una taza pequeña y blanca con unas florcitas celestes pintadas y un jarrito de cobre. Con destreza vertió unas gotitas de agua fría en el jarrito y me dijo:

- espera un minuto y luego lo sirves con cuidado, lentamente, para que no se llene de borra. Y partió a vender azafranes y pistachos.

Mientras esperaba me dediqué a mirar aquel local que era café, tienda, bodega y probablemente casa. Había allí aceites en desiguales botellas, alcoholes con nombres difíciles de adivinar, aceitunas de distintos tamaños y colores, artesanías varias y una vieja stereo que lanzaba armonías de oriente. Entre las grandes bolsas de tela que contenían las especias, diversos tipos de granos, nueces y harinas, frutos secos y dátiles, había una pequeña vitrina cuadrada con dulces orientales que captaron rápidamente mi atención.

El chico me trajo uno que elegí y lo dejó en la mesa sobre un trozo de papel y mientras lo hacía me contó señalando a una mujer mayor:

- los hace mi madre.

Cuando yo ya había terminado el dulce, bebido mi primer café y estaba presto a servirme otro con lo que quedaba en el jarrito, la mujer que el chico había marcado como su madre, se acercó haciéndome señas de esperar. Tomó la taza usada y la puso boca abajo sobre el plato, la dejó en una esquina de la mesa al tiempo que el chico aparecía raudo con una de reemplazo. Aunque le dije que podía tomar de aquella, ella sin hablar me indicó usar la nueva taza, sin más explicación.

Bebí mi segundo café más lento que el anterior saboreando aquel líquido casi tan grueso como un licor.

La mezcla de aromas y sonidos, tal vez el calor exterior y el cansancio acumulado, fue haciendo efecto en mi y me fui sintiendo como en casa.

Nuevamente la mujer se acercó y repitió con delicadeza y seguridad la operación de la taza, me acercó un vaso de agua como adivinando mi necesidad. Aún lo estaba bebiendo cuando ella volvió sosteniendo por el lado izquierdo el lento y difícil caminar de una anciana que pese a la edad y las arrugas, dejaba adivinar su histórica belleza.

La anciana se sentó frente a mí con dificultad, casi dejándose caer sobre la silla. Tomó la primera taza, miró su interior y fijando la vista en las formas que deja la borra seca, me habló con su acento único:

- qué linda vida tiene, señor, la va ser muy feliz, va a encontrar mujer, va enamorar. Hijos sanos, fuertes. Hay mucha felicidad.

No sabía qué actitud tomar, no sabía si sonreír o mantener la cara de asombro profundo que debía tener.

- créale, dijo el mozo, ya verá.

Tomó la segunda taza y prosiguió:

- muy bueno, señor, ahora lejos de casa. Pronto nueva casa, con flores, con amor. Muy buen mañana.


Me miró y sonrió. Le sonreí. Se paró, se acercó, hizo una cruz bendiciéndome y me besó la mano con ternura. Mientras buscaba las palabras para agradecerle, ella desapareció con la madre del mozo, por el fondo del local. ¿Estaba viendo alucinaciones? ¿Me habrán emborrachado o escondido alguna droga en el café?

Yo parecía no poder moverme cuando apareció el chico con un backgamon de madera con incrustaciones geométricas, ofreciéndome jugar.

Y el tiempo dejó de pasar para mí. Me quedé jugando con el chico, y luego con el padre cuando apareció por ahí. Y aparecieron empanaditas de acelga, berenjenas rellenas de arroz y carne, coles rellenas, hojitas de parra, más dulces, más café.

Cuando por fin me di cuenta que la noche había llegado y pensé que era apropiado despedirme, me paré. El hombre me abrazaba despidiéndome cuando entró una chica más o menos de mi edad.

- Te presento a mi hija, me dijo. Es la menor.

Y me quedé a vivir allí para siempre, entre los sabores, entre la borra del café. El mejor café.