viernes, 22 de junio de 2007

¿qué más?



Este casi judío errante era un caso para la ciencia.
Era casi judío, o eso le gustaba pensar, y el casi venía por la madre, que por supuesto no profesaba esa religión. Era casi, o eso le gustaba decir, porque pese a todo había sido criado entre kreplaj y gefilte, escuchando yiddish e inmerso en lo que podríamos definir como cultura judía laica.

Yo creo que era errante, aunque no en el sentido estricto de la palabra. Es cierto viajó y conoció, recorrió y observó, habló y escuchó y más de una vez le escuché decir que se sentía poseído por una misión.

Su judaísmo lo expresó algunos viernes al despuntar la noche. Ponía delicadamente una kipa blanca con símbolos bordados en gris plata sobre su cabeza, apagaba la luz de su living-comedor y observaba en el departamento de enfrente como encendían las velas y más tarde celebraban el shabat.

Esa es una postura muy similar a la que tuvo muchas veces en su vida. Se involucraba hasta el punto en que hubiera requerido un compromiso mayor, mirando con distancia los acontecimientos. Una involucración más mental que física.

Y lo mismo con las emociones.

Gustaba vestirse con gruesos pantalones negros, no ponía demasiada atención en la camisa a la que sobreponía un sweater y muchas veces un abrigo de fieltro negro, de muy amplios bolsillos.

Y los necesitaba.

Siempre llevaba una cantidad inusitada de cosas en los bolsillos. Muchas veces pensé que se podría reconstruir su vida revisando exhaustivamente el contenido de los mismos. El solía pensar que era un hábito incómodo pero necesario, no quería que alguna vez algún acontecimiento le tomara desprevenido. Llaves, billetes y monedas, algún documento, alguna dirección escrita en una servilleta, un boleto de metro, la tarjeta de descuento de una tienda importante y notas o garabatos en trozos de papel. Un lápiz, un bloc de notas, botones, facturas, tarjetas, monedas extranjeras y así. Tomaría mucho tiempo hacer el inventario completo.

Un día cuando el tiempo había blanqueado su cabellera me dijo (o creo que me dijo):

- soy un ekeko, un amuleto boliviano en vida, dios de la prosperidad y la abundancia. Llevo en mis bolsillos el dinero que necesito, las llaves de mi refugio, el bloc para escribir, mis notas, llevo lo que necesito llevar para vivir. ¿Qué más quieres? He sido feliz, y no me ha ido mal. Recorrí cientos de caminos, hablé con miles de personas, y tengo el corazón tan lleno como mis bolsillos. ¿Qué más?

Eso mismo, ¿qué más?

martes, 12 de junio de 2007

Amanda

De repente se apagó la luz y pese a ser día, nadie pudo ver nada más. Los movimientos los hicimos a tientas, cuidadosamente preocupados por los peligros que suponíamos acechaban. Hubo momentos en que efectivamente escuchamos o creímos escuchar unos gritos desesperados y aunque no podíamos contarnos, nos dimos cuenta que íbamos quedando menos. Es probable que la oscuridad haya hecho el tiempo más lento y que ansiáramos con fuerza llegar que llegara el amanecer. Yo personalmente precisaba ver a mis amigos, saber que estaban bien. También temía intensamente el recuento pues las ausencias serían dolorosas y el ánimo del grupo se vería afectado. Pero más temía que llegara la luz y yo no estuviera ahí. No temía la muerte como estado –o fin-, temía el camino hasta encontrarla.

Según se alargaban los minutos supe que la necesidad de caminar podría más que el agobiante temor, incluso si aparecían los gritos de dolor. No sabemos la fuerza que tenemos, sobre todo en medio del horror.

El tiempo se estiraba y mis fuerzas menguaban, no había atisbos de luz y pensé que jamás vería de nuevo esas caras, ni verían tampoco la mía. Y fui perdiendo el control. Mi control, y el de los demás.

Y cuando parecía que no daba más, cuando me costaba incluso mantener los ojos bien abiertos, la luz volvió, lentamente. Muy lentamente.

La luz volvió y no me reconocí. Tampoco reconocí a los demás. El cielo nunca más tuvo el color de ese ayer. La casa, la esquina, el café; todo cambió. Y me quedé esperando que se apagara definitivamente la luz.

miércoles, 6 de junio de 2007

Los candidatos tambien lloran...

Durante la campaña, el candidato abrió su corazón acercándose a la gente. Escuchó, habló, sintió.

No había nacido en una cuna de oro, sin embargo, ni en sus peores sueños pudo imaginar lo que iba a conocer en su recorrido por la Capital.

Nunca se consideró un hombre particularmente sensible. Más bien era el prototipo del macho que se le había inculcado desde pequeño. Pero el candidato sufrió, el candidato lloró y muchas veces por las noches no logró conciliar el sueño recordando, sintiendo, oliendo. Sentía el pecho presionado por la angustia de los espacios agobiantes en los que mucha gente vivía, por los olores, por la suciedad, por el drama del miedo profundo detrás del brillo perdido de muchos ojos.

Como iba acercándose la fecha de los comicios, el candidato fue sintiendo una nueva fuerza desconocida. Todo se inició como una ligera sensación de embriaguez o desdoblamiento casi imperceptible que fue creciendo con el tiempo. El candidato sentía que podía mirarse hablar, pensó que ya no era él el candidato. Fue un paso del que no se atrevió a hablar ni siquiera entre sus más cercanos asesores o compañeros de lista.

Su discurso frío y distante fue conectándose con la emoción. Sus palabras parecían dictadas y sintió por momentos que no manejaba autónomamente ni su lengua ni sus labios. Las palabras e ideas parecían salir aún sin su consentimiento. Por momentos le pareció escuchar la voz interior que le hablaba. La temperatura de su cuerpo cambió, parte de su peso pareció desaparecer, percibió una luz distinta en su mirar.

Cuando caminaba parecía flotar. Y el día de la elección llegó.

El candidato se instaló en un céntrico hotel. Al andar, sentía que su velocidad era distinta a la de su entorno, una paz profunda se apoderó de él.

A la hora señalada, y dejando atónitos a sus más cercanos, pidió permiso, entró a una habitación, se sacó la ropa y se recostó sobre la alfombra gris. Cerró los ojos, abrió los brazos en cruz y esperó.

martes, 5 de junio de 2007

El colectivo

Me subí como todos los días al micro 55 que me lleva a la oficina y me puse a soñar. No puedo evitar superponer las imágenes y duplicarme, vivir mis 14 como mis 44. Es el mismo colectivo y básicamente el mismo recorrido al revés.

El micro avanza y pasan los milicos, pasan las muertes, pasan las bombas, las utopías. Pasan los cantos y las hormonas, pasan las esquinas, pasan los exilios, pasan las paradas, pasan las muchachas.

El colectivo dobla en Santa Fe, como desafiando mis creencias y la religión, pasan mis trece años y pasa Sui generis en el Luna Park. Pasa mi padre y la hiperinflación, pasan los miedos y el dolor.

Antes tenía mucha más vida por delante. Ahora tengo mucha más vida en el hoy.

lunes, 4 de junio de 2007

La ratonera

Llevaba días escondido en aquella ratonera.

Días desde que la llamada me advirtió y desaparecí. Más que nada echaba de menos la luz. Durante el día, una pequeña ranura iluminaba tenuemente la cama y el espacio que usaba como baño. No lo suficiente como para leer, no lo suficiente para mirarme, no lo suficiente para mirar hacia delante con tranquilidad.

Cada hora que pasaba, sentía -como en las películas de terror- que los muros se iban acercando entre sí, y mi espacio se achicaba. Podía pasar horas en el más completo silencio, pensando de qué forma se movía la estructura, para que aquello fuera posible y efectivamente los muros se movieran y achicaran el ya reducido espacio.

Cuando llegaba la tarde, o al menos eso suponía, la luz menguaba hasta dejar todo a oscuras. Las noches eran largas y frías, me arrimaba a una esquina porque el ángulo me hacía sentir seguro. La respiración se hacía más difícil a medida que los minutos pasaban. Y a medida que me iba ahogando, sentía las lagrimas descender por las mejillas.

No podía hacer ruido, no podía encender una luz, y el frío no sólo había invadido la habitación. Se había incrustado en mi cuerpo, ya formaba parte de él.

Llevaba días escondido en aquella ratonera.
La última, precisamente la última.
De un amarillo tan brillante.
Quizás si las lagrimas del sol
Tocaran la piedra blanca…

Tan, tan amarilla
Volaba, se movía ligeramente hacia lo alto.
Se fue, seguramente quería dar al mundo
Un beso de despedida.

Hace siete semanas que vivo aquí
Encerrado en este ghetto
Pero he encontrado a mi gente aquí,
Me llaman las florecillas
Y la blanca rama del castaño del patio.

No he visto más mariposas.
Aquella fue la última
Las mariposas no viven aquí,
En el ghetto.

Pavel Friedmann, septiembre de 1944.

La Promesa

El jarabe de la eterna juventud salió a la venta demasiado tarde para mí. Los verdaderos efectos se prometen para aquellos que no superan los 40 años, mientras que yo estoy por encima de la edad de jubilar.

Aún así, las mejoras prometidas explican ampliamente los motivos que me impulsaron a probar.

Luego de verter el líquido rosa de aceitosa apariencia, llevé la cuchara frente a la boca con un ligero templar que quizás presagia una enfermedad. Saboree la frambuesa sintética, y fui sintiendo cual savia, como el elixir se repartía por el cuerpo, fui sintiendo cómo el calor se repartía. Mis músculos se tensaron, mis ojos descubrieron una perdida luminosidad, mis oidos alcanzaron una audición inusitada.

Mientras escuchaba acercarse a mi compañera, logré sentir de nuevo un fluir hormonal de adolescente, a mi edad sólo pensarlo me produce cierto rubor y vergüenza. Durante años fui callando mientras sentía decaer mis impulsos y mis durezas, y hoy confieso esta nueva emoción.

Sentí que mi cuerpo se estiraba, que aumentaba la separación entre las vértebras, que mis articulaciones volvían a funcionar.

Cerré los ojos, sentí erguirse mi sexo. Cerré los ojos y no he podido volverlos a abrir.