martes, 31 de julio de 2007

El camino


Las investigaciones habían sido concluidas mucho antes de dar con el cuerpo de Gaby en un oscuro bosque en las afueras de Bruselas. A su familia ya le había tomado mucho tiempo darla por desaparecida e intentar dar con alguna pista que permitiera llegar hasta su paradero.

Sin embargo, su historia es simple.

Hace un año, en cuanto le entregaron los papeles que acreditaban su condición de europea, Gabriela sacó la plata que tenía ahorrada en el banco –algo menos que los dólares que atesoraba en sus libros más queridos-, vendió unas cuantas pertenencias que le serían inútiles en adelante y se fue a Madrid.

Ella siempre supo que Isidro –patrono de la ciudad- le protegería en su puerta de entrada al viejo continente.

Se fue con el pelo corto, con el mejor abrigo que encontró y una mochila en la que puso ropa para tres días. Hacía meses que tenía todo calculado. Intentaría hacer durar sus mudas de ropa cuando se pudiera y con eso tendría casi cubierta la semana. No quiso despedidas, sólo un abrazo antes de tomar el bus que la llevaría al aeropuerto.

Dos días después llegó un mail que envió desde un servicio de internet gratuito. “Llegué bien, estoy feliz”.

Aunque periódicamente enviaba escuetos comunicados, muchos de los cuales ni siquiera definían de dónde venían, el envío de estos se fue distanciando, y su familia dejó de esperarlos.

No volvió a leer la prensa de su país, tampoco volvió a abrir su cuenta de Messenger y según supimos después, aparentemente abrió otra cuenta con el nombre de libertad scape.

Gaby se dedicó a viajar y aunque su única amiga le enviaba largos correos, ella sólo contestaba, “estoy bien, muy bien”.

A veces en trenes, a veces en micros, en el popular auto-stop, siempre cuando sentía que la ciudad la había hecho suya, lavaba sus ropas, armaba la mochila y partía. Nunca con rumbo definido.

No necesitaba mucho para vivir y por lo general encontraba un lecho, agua caliente y un lugar de abrigo. Vendía sus dibujos de arquitecta en formación y siempre le alcanzó para comer, a veces incluso un poco mejor.

Y un día conoció a Ian. Se lo encontró. Y fue él quien inspiro el inicio de una seguidilla –pero igualmente espaciados- mails, en el que Gaby se mostraba más feliz que nunca. “Nunca imaginé que podría estar tan bien”.

Lo vio caminando por el borde de un camino con su cara de adolescente inglés, a pocos kilómetros de Annecy, la cuidad-lago del sudeste de Francia. Luego se lo topó saliendo de la ducha que pagó en el camping que está al borde del lago. El esperaba el turno siguiente.

La piel mate de Gaby, su pelo castaño un poco más largo ya y sus ojos color aceituna derritieron al irlandés. La tez alba, casi transparente y sus ojos de niño hicieron el resto con ella.

Cuando Ian salió de la ducha, recién afeitado, sus ojos parecían brillar con mayor intensidad, y Gaby pensó que era demasiado joven para ella. El sol reflejado en el pelo recién lavado de ella producía una aureola mágica, como si diera vida a su aura.

Se miraron y siguieron su camino hacia el centro de Annecy.

Dicen que la vieja ciudad de Annecy provoca el amor. Que mientras cruzas los puentes de piedra, rodeados por maceteros llenos de flores, relajas las barreras racionales y todo en ti es emoción. Gaby recorría la ciudad maravillada, no se imaginó nunca que pudiera haber algo parecido a Venecia en el sur de Francia, con calles que en realidad son ríos, con galerías de arcos medievales, con puentes peatonales que unen las esquinas. Caminando, vio a Ian saliendo de una cabina telefónica y luego acelerando el paso se perdía en alguna de las calles.

Se lo encontró de nuevo unas horas después. Gaby compró un yogurt y una botella de agua y se fue a comer a un parque donde ya había encontrado descanso el irlandés. Ahí estaba, torso desnudo, sentado en el pasto con la espalda apoyada en el trono de un arbol. Verlo así reforzaba aún más la imagen de niño entrando en la adolescencia.

Gaby no resistió más y acogió el esfuerzo que hacía el destino al juntarlos por tercera vez. Se sentó a su lado sin decir nada, apoyó su cabeza en el hombro musculoso aunque juvenil del varón y se sintió niña de nuevo. Perdió la fuerza y la seguridad. Cuando él en silencio pasó una mano por entre sus cabellos, ella sintió que entregaba su libertad.

Pasaron horas, o minutos que parecieron horas, antes de que se escucharan decir algo.

Por primera vez en años, ella se sintió entregada, como perdiendo propiedad sobre si misma. El encontró una compañía que atesoró.

Cuando empezaba a caer la tarde, ella dijo “tengo sed”, algo que él no entendió, pero al verla pararse, la siguió.

Entraron a una “boulangerie”, compraron un gigantesco “Pan bagnat” y dos aguas sin gas. Se sentaron en un banco al costado de un puentecito solitario y degustaron ese sándwich jugoso de tomate y atún.

La mayoría de las veces sobraban las palabras, sólo bastaba el abrazo, un cariño, para sentir que sus vidas se llenaban de amor. Los muros siguieron cayendo y se descubrieron besándose en el foyer de un edificio de piedra, con ella apoyada en los primeros escalones de una ancha escalera de caracol. Caminaron de vuelta al camping, compraron un nuevo turno de ducha y se amaron allí.

Ella despertó al otro día con un sol que llevaba horas alumbrando, con la sensación de saciedad, de sentirse completa. El la tomó de la mano, asieron sus mochilas y partieron.

En el sobre que nos entregaron, hay fotos de ellos en Lyon, tomando un micro a Estrasburgo, en una cabina telefónica en Munich, subiendo a un barco que los llevó hasta Coblenza por el Rhin.

Sin la necesidad habitual de saber la historia del otro, ambos parecían felices, parecían no necesitar más que el presente para vivir. No había origen, ni futuro ni plan. Había un aquí y ahora tibio, había un abrazo firme y nada más.

- te quiero, intentó decir él un día.

Ella con una mano no le dejó hablar, él le besó los dedos, ella bajó la mano acariciando el mentón y luego el pecho, el cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, levantó una mano y con ella rozó la mejilla de Gaby que lloraba, como en su primera vez, el bajó la mano por el hombro acariciando lentamente. Ella apoyó nuevamente la cabeza en su hombro y él la abrazó, como para impregnarse de ella, como para no dejarla ir nunca más.

No había nada, nada a su alrededor.

Un día caminando por Lieja (Liège) en Bélgica, ella lo percibió incómodo, aunque intentara disimular, sus músculos (que ella ya conocía a la perfección) no estaban sueltos como siempre. Ella se asustó pero no preguntó. Tal vez imaginó que el final del sueño estaba próximo a terminar, ¿de que huyes? Quiso preguntar. ¿y a qué le huyo yo? Se dijo. Contigo solo quiero estar. No quiero ni el estuve ni el estaré.

La última vez que lo vio fue en una tele, seis meses después de que desapareció. La noticia lo sindicaba como un peligroso terrorista irlandés. Sus ojos ya no tenían el brillo de antes y habían perdido la inocencia que ella había conocido en ellos. Ella no lloró. La imagen que vio en la televisión no era la de él.

Ella llegó a Bruselas dos días antes de la gran nevazón. La noche del día en que empezó a nevar, cuando no hacía tanto frío como el día anterior, ella entró a una farmacia en busca de pastillas para dormir. Se internó en el bosque y allí se quedó.

Allí la encontraron cuando el invierno cedió. Ojos cerrados, azul, los puños apretados y una sonrisa que aún nadie descifró.

jueves, 5 de julio de 2007

Tape à l'oeil

Entré a este café cerca de Arcos y Cuba, como hago a veces cuando voy a la peluquería, y elegí cuidadosamente la mesa. Como siempre. Me senté de espaldas a la pared, cerca del ventanal que da a la calle.

Puse sobre la mesa blanca mi cuaderno de trabajo, mi encendedor y los cigarrillos. Pedí mi ristretto, un vaso de soda y me puse a esperar.

En este café se arma y desarma la vida –como en todos los café- se escribe, se discute, se lee y se habla. Se decide sobre futuros y se cierran pasados, se especulan nuevas aventuras y se comentan las de ayer. Aquí se arman y desarman parejas, y se lee el diario gratis.

Hoy entró una mujer, despampanantes 70 años, elegante, el cuerpo visible con un suave y cuidado tostado, un abrigo fino de lana de camello, y joyas sutiles. Se permitió un cortado con medialunas –de manteca- , lo edulcoró haciendo con sus manos un delicado ballet, lo revolvió suave y con tiempo.

Mi café se enfriaba y no podía dejar de mirar. No sabría cómo describírtela más, pero estoy seguro habrás visto a alguien así.

Cuando se supo observada sacó una cajita de la cartera, se miró a un espejito y sonrió satisfecha. No como lo hacemos nosotros, sólo una ligera mueca le bastó.

Fue tanta la devoción que no me di cuenta cuando entró un hombre también mayor, bien parecido, pelo cano, raleado, con esas profundas entradas que da la sabiduría de los años vividos. Ojos verde esmeralda. Brillaban tanto que podías distinguirlos desde lejos.

Sólo mirando con mucho detalle se podía ver que el hombre compartía conmigo la observación de la mujer. Convengamos que la mía era una mirada más “científica” mientras que la suya mostraba otro tipo de interés.

Sentí que Sofía –así la llamaré por Sofía Loren- hizo un mínimo ademán mostrando su grata satisfacción al verse o sentirse punto de atracción de dos seres tan distintos. Iba a encender un cigarrillo cuando recordé que ya no se puede fumar aquí.

Sofía alargó el café, bebió lenta su soda extendiendo la experiencia o tal vez bailando a su manera la danza de la seducción. Marcello –así también lo apodé- se dio cuenta del juego y sin demasiado aspaviento, se arregló la camisa primero, dobló los puños después. Miró la hora, sin mirar, sólo para generar el movimiento ancestral a través del cual se puede apreciar la elegancia verdadera, de la cuna, y reclinó la silla hacia atrás.

¿Me estaba provocando?

Esta pareja no era totalmente casual –me dije- había una danza aparentemente ensayada, como la de los pavos reales cuando extienden su cola emplumada. Yo sentía algo en ellos que me parecía involucrar. Casi podía adivinar –o soñar- sonrisas, señas, sin que hasta hoy pudiera afirmar que de eso se trataba.

Pasaba el rato y cuaderno, cigarrillos y encendedor seguían ahí. Me decidí a tomar el café que estaba deliciosamente frío. Me tomó un segundo desviar la vista del espectáculo para asir la taza, tiempo que pudo permitir una señal. A los pocos segundos, la dama abrió su cartera, sacó con clásica elegancia el billete para pagar. Desde donde estaba casi pude percibir el roce del billete en el fino cuero que lo cobijaba. Lo dejó, se levantó y se dirigió a la puerta del local. Al girar para salir quedó frente a mí y desde allí, me dirigió un pícaro guiño. Me estremecí. Me atraganté. Me ruboricé.

Todavía no volvía en mí, y desde la sorpresa vi cuando Marcello hizo lo mismo, ahorrándose por cierto el guiño y saliendo en sentido contrario a la mujer.

Desde mi torpeza, sorpresa y confusión me quedé allí, lleno de preguntas, pero con la dulce sensación de haber recibido un regalo. Un momento único. Irrepetible.

Ayer en el super que está a una cuadra de allí, vi a Sofía comprando fruta, sentí a metros su delicado perfume y tomé fuerzas para acercarme. Hacia allá iba con el firme propósito de agradecer el momento, cuando de atrás de un pilar, apareció Marcello con la bolsa de uva en sus manos. Y allí quedé. Petrificado. Avergonzado. Ridiculo.

Sofía me miró y comprendió todo, esbozó con elegancia una sonrisa y continuó.

Yo corrí. Corrí. Lejos de ahí.

lunes, 2 de julio de 2007

Esperando el colectivo

Señor colectivero, páreme por favor, qué he hecho yo para disgustarle, si ni siquiera estoy enfermo ni lo he estado últimamente, soy su más fiel cliente, todos los días, mañana y tarde, y a veces todavía más.

¿Hago mucho ruido? ¿Ocupo mucho espacio? Pago mi tarifa de acuerdo a la Ley, cedo mi asiento –a veces- y en algún sentido soy más educado que usted. Le molesta mi físico, o es falta de química. Es mi atuendo raro, o el peso de mi mochila. Qué es lo que más molesta, por qué me deja esperando en la esquina.

¿El transporte será también parte de los derechos del niño?

¿Cómo quiere que le respete si no hace lo mismo por mí? Si me deja esperando aquí en la esquina con el frío que congela este invierno, o con el sol de la tarde del verano. Y me salpicas cuando llueve. ¿Cómo quiere que le quiera, cómo quiere que no insulte?

Ya vas a ver, un día de estos, tal vez me pares, y ese mismo día, me quedo abajo. Y te digo cosas sin abrir la boca.