sábado, 15 de diciembre de 2007

La mujer del pelo blanco


Había sido un día perfecto. Marcela, la mujer de pelo blanco, se levantó con tiempo, sin apurar nada. Se duchó, lavó el pelo y se vistió.

Cuando tomaba su desayuno, el llamado de Mario no la sorprendió.

- Feliz cumpleaños-. Le dijo, espero ser el primero, aunque llevo mucho haciendo tiempo por si aún dormías.
- Te espero en la noche.- Vendrá el coro completo.

Cumplir sesenta cuando te acompaña el coro en el que cantas desde hace veinte años, no parece tan complicado. Se conocen tanto, se quieren tanto y si no se quieren, aún así se necesitan.

Almuerzo perfecto con gente de la oficina, le preguntan por los hijos que están tan lejos. Aunque las preguntas la llenen de ausencia, ella sabe que allá están mejor. Irá a verlos esta navidad, seguramente jugará en la nieve con sus nietos; lo que habrán crecido en un año.

Temprano, más temprano que de costumbre se vuelve a casa.

Luego hay mucho ajetreo en la terraza del piso 7 del edificio del frente. Es una terraza amplia que logro divisar perfectamente gracias a la diferencia de altura y a la distancia entre las dos veredas.

La mujer de pelo blanco se afana en arreglar tres mesas, dos grandes y una más pequeña, con manteles, platos y cubiertos, unos coloridos arreglos florales en los que destacaban los verdes y los rojos. Rosario y Francisca llegan antes que el resto para ayudarla a arreglar.

Es diciembre en Belgrano City, las noches son cálidas y como llovió ayer no hay humedad acumulada. Es tiempo de cierres de año, de celebración y corridas. Es el mes de la cuenta regresiva final.

Mario llega temprano con un gran ramo de flores. Como ha cambiado desde que lo conoció. El pelo se ha tornado plateado y en algunas zonas ha prácticamente desaparecido. Sigue teniendo esos ojos frescos y transparentes, aquellos que cuando los mira, Marcela parece recordar el primer momento en que los vio. El se acercó después del primer ensayo, le dijo que no se preocupara, que tenía buena voz y sólo necesitaba tiempo. Ella lo mira desde lejos y lo siente tan cerca. El le dirige una sonrisa y le levantándolo le muestra el ramo.

El calor que siente mientras se va poniendo roja la saca del soñar despierta. Toma un vaso de agua para disimular. Francisca rauda toma el ramo y lo dispone en un gran florero de cristal azul.

Pasan los minutos y entran los invitados. Van entrando los tenores, los sopranos, los barítonos, el director. Hasta completar el coro.

Marcela va pasando de mesa en mesa preocupada por que todo esté bien. Mientras, se da tiempo para hablar con cada invitado, sirve, repone, levanta, ordena. Sonríe.

A eso de las once, Mario pide un poco de silencio para hacer un brindis y es en ese momento en que el timbre se hace notar.

Marcela se paraliza.

- Pero si ya estamos todos….-
- Debe ser tu regalo, le dijo Mario. Y ella lo mira intrigada.

Por la puerta empiezan a entrar los mariachis cantando las mañanitas, y luego el cumpleaños feliz, precisa y harmoniosamente coreado por los presentes. También entonan un bolero, una tarantela y de nuevo el cumpleaños feliz. Mientras todos cantan, Marcela con una servilleta seca los indicios de una que otra lagrima emocionada.

Los mariachis terminan su contrato, sus servicios y se van. Dejan cierta euforia y alegría, y soplan las velas y reparten la torta.

Va pasando el tiempo y se van yendo los invitados. Se han ido guardando las cosas, va quedando una mesa. Mario, las chicas y ella, han tomado sus chalecos y otras lanas para cubrirse un poco del fresco que cae, suave. Hablan del último viaje, de la necesaria renovación del coro, que en marzo empiezan de nuevo. La conversación se alarga y ella va trayendo café. La música del equipo parece tocar en piloto automático; ya nadie la escucha, pero está allí, como música de fondo de una película.

Mario vuelve a servirse una copita de vino. Las chicas se paran con el ademán de irse y Mario las sigue. Claro, no queda nadie más y ya es tarde. Marcela lo mira una vez más antes de despedirse y el le retribuye. Mario y las chicas en el umbral de la puerta, despidiéndose, ella presagiando la sensación de vacío.

Ella va despidiendo a cada una y él dice:

- Pero mira como te quedó la casa. Chicas, vayan ustedes que me quedo un ratito ayudando a Marcela. Ustedes ya hicieron bastante.

Y vuelve a entrar, se saca el vestón y toma unos vasos hacia la cocina.
Ella cierra la puerta y le mira ordenar unas botellas, ella le mira afanarse ordenar.

Ella sabe, él aún no, Mario pasará la noche ahí.

En veinte años, por primera vez.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Quiebres



Es difícil imaginar cuándo las cosas van a terminar y los motivos que tienen para hacerlo. Pero todo aparentemente tiene un final y como dice la canción “todo lo que termina, termina mal”.

Aquí estamos, mis hermanos, mi madre y yo. Yo mirando por las ventanas de la sala de espera 21 del ala nueva del aeropuerto de Miami. Nuestra ropa, nuestros documentos, nuestro ánimo parece transparentar un agradable viaje de vacaciones. Yo sé que no es así.

Desde 2001, cuando la familia dejó la amplia casa del golf donde vivíamos y nos vinimos al no menos agradable departamento que mi padre había comprado aquí, siempre me di cuenta de los motivos, las explicaciones y la realidad de lo que estábamos viviendo.

También he sido capaz de traducir el tono de las explicaciones de mi madre y la forma en que ha ido evolucionando su discurso, en particular en relación a mi padre. Creo que mucho de esto es gracias a lo que he aprendido de y con Mariana, mi media hermana mayor. Tiene tan solo un año y meses más que yo, y aunque ambas sabemos que yo fui la causa o la consecuencia o ambas de la salida de nuestro padre de su casa (y traslado a la mía), hemos sido y somos grandes amigos.

Ella siempre supo mucho más que yo y siempre compartió conmigo lo que sabía. Ella me ha contado mucho de lo que sé, está a punto de cumplir los 18 y en los últimos meses de colegio secundario. Yo tengo 16 cumplidos, tengo dos hermanos un poco menores; Esteban de 15 (o casi) y Lucas de 12.

Desde que nos vinimos, es decir hace 7 años, vivimos en una elegante zona residencial de Miami y, lo creas o no, hemos mantenido intacto nuestro acento. Hablamos siempre en inglés afuera y el castellano es sólo puertas adentro. Nuestros amigos hispanos siempre han sido del sur de América del sur. El resto, según mi padre no existe.

Yo era apenas una niña cuando nos vinimos. Las cosas no andaban bien en mi país y mi padre, siempre hábil en los negocios, supo anticiparse y hacer unas movidas que le reportaron bastante dinero, aunque también significaran la necesidad de trasladarnos. El era dueño de una fábrica de zapatos, lo que justifica la forma en que mi madre hablaba de él en el último tiempo:

- el zapatero quiere que le lleves el diario, y pregunta dónde dejaste el control remoto,
- dile al zapatero que lo estamos esperando para almorzar, si nos va a honrar con su presencia,

Pero los zapateros nunca dicen lo que son. Dicen que son empresarios, o que son grandes artesanos. Mi madre me ha dicho el último tiempo que nunca se debe confiar en los zapateros, porque nos venden cosas tan pocas veces en la vida que no se preocupan realmente de hacernos volver. Lo que les importa según ella es hacer la venta. Y punto. Por eso harán todo porque llevemos un par de zapato, lo necesitemos o no, sea lo que queríamos o no.

Debe ser cierto, pienso. En mi vida el único calzado que he comprado dos veces en el mismo lugar, son mis zapatillas de correr. O las tenis.

Pero bueno, la forma en que mi madre llama a mi padre mutó de su nombre –Martín- a “zapatero”, con un tono de desprecio y dureza que, aunque me sorprendió hace algunos meses, hoy es parte del paisaje.

El zapatero no viene en este viaje. Mis hermanos piensan que nos vamos de vacaciones y yo sé que sólo con algo de suerte volveremos algún día por aquí.

No hay mucho que ver por los cristales de la sala de espera. Cemento y aviones. Tractores y maletas. Afuera llueve, como llueve en Miami, adentro sólo se escucha la música de mis auriculares, mientras mi madre separa a mis hermanos que se pelean una vez más.

Mariana me contó que notaba raro a mi padre en las últimas vacaciones, que había cambiado su forma de relacionarse con nosotros.

Creo que mi madre trata de decirme algo y no sé si tengo ganas de escuchar, ni siquiera si debo correr el riesgo de bajar el volumen de la música. Aunque no reacciono, ella tampoco insiste y yo desvío la vista hacia fuera, donde se cae el cielo a pedacitos.

En algunas horas más, cuando mi padre vuelva a Miami desde California, nosotros estaremos llegando a mi país. ¿Mi país? Ahora podré ver a mariana más seguido. Tendremos un nuevo colegio. Tendremos una nueva vida. Si Mariana quiere estaré cerca de ella y ella me protegerá. Ella me mostrará la ciudad donde nací.

Miro a mis hermanos y trato de reconocerlos. Han cambiado más y más rápido de lo que había logrado darme cuenta, pero siguen siendo un perro y un gato, siguen jugando a molestarse y se divierten peleando hasta que alguno –por lo general el más pequeño- termine llorando.

No me despedí de nadie, ni siquiera de mi novio Peter. Quizás debí llamarlo, pero parece que el corazón se me ha puesto duro y prefiero no mostrarle que me da lo mismo irme, que acá o allá deben haber cientos de otros Peter bastante más entretenidos y con menos olor a cerveza.

Mi madre me acera un botella de agua que rechazo por rechazar. Tengo sed y no quiero mostrarle que tiene razón, que tengo ganas y aceptar que ella es una buena madre aunque fuera por preocuparse por mí.

Estoy cansada. Es tarde y las últimas horas han sido tensas… más que de costumbre.

- No dejen nada que se vayan a arrepentir de no tener allá…
- Seguro que no quieres llevar esos zapatos
- ¿Llevas el impermeable que usas en el colegio?

No sé. Sólo llevo lo que me importa llevar. Mi música, mis camisas y mis recuerdos. Del zapatero, no sé si tendré noticias algún día.

martes, 6 de noviembre de 2007

Eran ciento cincuenta


Inés empezó a leer la carta que le estaba dirigida, pero cuya intimidad había sido violada muchas veces durante la mañana:

Querida mamá Inés:
Hace casi dos años subí a bordo de un cayuco en una ciudad costera de Guinea. La embarcación que tenía un pequeño motor propio, fue transportada por un bote de pesca durante varios días y varias noches. A bordo del cayuco veníamos más de ciento cincuenta hombres, y yo era uno de los menores. Nuestras mujeres, nuestras madres y padres y nuestros hermanos se quedaron por allá. Durante años hicimos con mucho esfuerzo el ahorro necesario para pagar un viaje. Juntamos dinero en latas que escondíamos bajo tierra por el temor a los ladrones, a las milicias o a los militares. Con esa plata le pagamos a un hombre que vino a contarnos de la posibilidad de viajar a una tierra distinta, donde se vive distinto, se vive mejor, hay esperanzas.

En el cayuco en el que viajábamos descubrimos un día que habíamos sido abandonados a nuestra suerte por el bote. Durante la noche nos dejaron allí, sin un rumbo que seguir. En esos días y noches en los que nos turnábamos para tratar de ver una luz, un barco y pedacito de tierra donde llegar, murieron algunos de nuestros compañeros. Se nos fue acabando la comida y el agua, el calor parecía quemar nuestras fuerzas.

Hasta que un barco nos encontró y nos trajo hasta aquí, pensando que era el fin de nuestras penas.

…No puedo soportar la idea de ser expulsado y enviado de vuelta a mi infierno. Al lugar donde perdí gran parte de mi familia.

Mamá Inés, perdóname, pero simplemente no puedo.

Dos años antes, como todas las mañanas, Inés había despertado a sus hijos Ignacio e Iván, quienes a sus 14 y 16 años aún le parecían demasiado dependientes de ella. Había dejado el desayuno listo y sobre la mesita de la cocina antes de irse a duchar y vestir. Su rutina decía que el tiempo de maquillaje tendría que esperar la llegada a la oficina, más bien el estacionamiento antes de subir.

Saliendo de la ducha, un breve paso por las habitaciones de los niños. Ignacio ya estaba vestido; Iván remolcaba sueño y lagañas hacia el baño.

- vamos que de nuevo vamos a correr
- Iván, ¿a qué hora apagaste la compu? Hoy prohibido chatear después de la cena, que después no te levantas,
- ¿Puedes subirte los pantalones? ¡Qué pareces mostrando todo el bóxer, por favor hombre!

Les dejó frente al paradero de los micros y siguió camino a la oficina. Desde que los depositaba en esa etapa camino al colegio, Inés sentía un profundo alivio. Ya había cumplido su primer deber y el proceso había sido logrado a tiempo.

Sonó su celular y fue divertido verla hablar haciendo grandes gestos mientras la conversación era deglutida por el sistema manos-libres. Si no nos estuviéramos acostumbrándo a ese tipo de equipos hubiéramos dicho que hablaba sola como una loca. Como todos los días, con una puntualidad precisa y estudiada, su secretaria le organizaba la agenda.

Unos momentos después, mientras finalizaba el maquillaje en el estacionamiento del edificio donde está su oficina, Inés llama a los chicos para saber que ya habían entrado al colegio y por ende todo estaba bien, un beso, un cuídense y nos vemos a las seis.

Subir a la oficina, entrar al despacho y ver que de dos de sus asesores están ahí, haciendo guardia para revisar las principales carpetas. Hoy por la tarde se votarían los nuevos impuestos, hay que comentar el alza de precios del petróleo, bueno ya sabes ¿A quién le conviene más? Hay un tema con el atraso en la construcción de un colegio, bueno y la llegada de un cayuco.

- ¿De nuevo? ¿cuántos son esta vez?
- Más de ciento cincuenta, los que llegaron vivos…
- ¿Hay más detalles?
- Acá hay una carpeta con los recortes y la información confidencial de la policia.

Los asesores entregaron las carpetas y como todos los días se retiraron, luego que ella les agradeciera.

Ella tomó la carpeta del “cayuco” y empezó a revisar los recortes y las fotos. Este nuevo cayuco tendría unos 20 metros de eslora, en realidad parecía una gigantesca piragua, una embarcación demasiado feble e insegura para los ciento cincuenta que habían llegado. Un verdadero milagro-

- Quizás cuántos se habían embarcado. Pensó.

Una rápida revisión de la lista con demasiados nombres extraños. Según el informe policial no se sabía aún la nacionalidad del 100& de ellos, algunos venían de Senegal, otros de Gambia, Mauritania, Malí, Guinea. Todos inmigrantes ilegales que se arriesgaban en este tipo de transportes con el sueño de llegar a Europa, con el sueño de alcanzar una vida.

La Policía informaba que la gran mayoría había señalado que algunos habían muerto en ruta por la falta de agua o comida y que los cuerpos habían sido tirados simplemente al mar. No había registros escritos de ninguna especie. Los sobrevivientes eran enviados a dos hogares de acogida.

Inés llamó a uno de sus asesores.

- ¿Tú estás al tanto del tema del “cayuco”? ¿Me puedes explicar por qué separan al grupo?
- Es que a los menores los mandan a otro lugar…
- ¿Cómo es eso de menores?
- Bueno, en este grupo vienen varios entre los 13 y los 18. Los que no tienen algún familiar a bordo son derivados. No los podemos deportar directamente.
- ¿Pero cómo puede ser que vengan menores?

Mientras hablaba, Inés miraba las fotos y la vista le quedó congelada en el rostro y el cuerpo de uno de los chicos. Debía tener la edad de su Iván, tenía su altura, sólo que estaba en los huesos, apenas vestido, pero con esa misma mirada casi infantil.

- Necesito ver a este chico, díganme dónde está-

Ver el rostro, cuerpo y mirada de aquel chico que decía llamarse Mbosue, le había producido un golpe emocional. No podía entender que una madre librara a su suerte a un niño de esa edad y conociendo el riesgo que se corre, lo dejara abordar aquellas embarcaciones con destino prácticamente desconocido.

Por la tarde la llevaron a la Casa-Albergue de la buena esperanza, nombre que sintió se acomodaba perfectamente a la realidad. La misma directora del establecimiento salió a recibirla.

- Diputada, dijo
- Diputada nada, dijo Inés. Hoy vengo como madre y mujer. Necesito hablar con ese chico.
- Está todo listo, no se preocupe Diputada.

La Diputada sólo le devolvió una mirada quejosa.

Algunas horas antes, cuando la secretaria de Inés por fin dio con el centro de acogida, había informado ala secretaria de la directora que Inés iría a reunirse con aquel muchacho, se había producido una revolución en el centro. Se había dispuesto un gran operativo de limpieza y orden general, se había duchado y enjabonado a todos los residentes, habían repartido alguna ropa nueva entre los más desprovistos. Mbosue era uno de ellos y no había aceptado la ropa hasta que encontraron un traductor que le explicara que se trataba de un regalo, para que estuviera más cómodo.

Inés se sorprendió al ver el lugar tan perfectamente ordenado, se imaginaba que si a ella le costaba mantener el orden con dos, un centro con 200 adolescentes sería mucho más complicado.

La llevaron hasta la cafetería del lugar donde había una mesa dispuesta para que ella merendara con el joven africano. Lo vio aparecer escoltado por la directora, venía asustado, seguramente preguntándose porqué él, qué había hecho, adónde le llevaban.

Efectivamente se parecía bastante a Iván, claro, con otros rasgos y otro color de piel, pero tenía los rasgos inconfundibles de la inocencia y la picardía, y cuando por fin sonrió para saludar, mostró un brillo tremendamente especial.

- Hola, me llamo Inés y este señor nos ayudará a comunicarnos. Quiero que me cuentes cómo es que has llegado hasta acá.
- En un barco, respondió inocente.
- Entiendo, pero ¿cómo es que decidiste a venir?
- Mi madre murió hace algunos años y cuando mi padre supo que uno de sus vecinos en la aldea tenía un hijo que le enviaba dinero desde Europa, él averiguó cómo se hacía para llegar hasta allá. ¿Esto es Europa, no?
- Claro, estas islas pertenecen a España que forma parte de Europa.
- Tuvimos que juntar mucho dinero. Trabajamos todos en la familia. Al principio era mi hermano mayor quién viajaría primero, pero cuando la guerra comenzó los llevaron las milicias, nunca más supimos de él.
- ¿Y tu padre?

A los niños se le llenaron los ojos de lágrimas. Intentó inútilmente evitar que éstas se derramaran por las mejillas, pero era inútil, y mientras caían pasaba las mangas de la camisa nueva para secarse.

Las lágrimas aparecieron también en los ojos de la mujer, ella se acercó y lo abrazó, ambos lloraron, mientras ella intentaba consolarle, consolarse.

A partir de ese momento se produjo una relación continua entre ambos y Mbosue compartió muchas veces el hogar de Inés y sus hijos. El chico hacía rápidos progresos en español e Iván e Ignacio se encargaron de enseñarle todas las malas palabras que conocían, a veces bromeando sobre el significado verdadero de alguno. La simpatía y autenticidad del africano le abrieron un espacio en esa casa y en cada uno de los corazones de sus habitantes.

Mientras tanto, Inés luchaba por dar a conocer la realidad de estos jóvenes y que su país les aceptara.

El peso del nacionalismo y los fundados temores de nuevas y más grandes olas de inmigración ponían frenos a soluciones definitivas que no significaran la deportación.

Y pasaban los días y pasaban los meses y Mbosue se había transformado en alumno aventajado en el albergue y transmitía sus conocimientos de español –incluyendo sus groserías- a todos sus albergados. Mientras su cumpleaños 18 se iba acercando y Mbosue hacía planes de celebración, sus amigos del albergue le advirtieron sobre lo bueno y lo malo que se le venía encima. Pese a los esfuerzos de Inés, España no definía una política sobre el tema y la adultez en este caso, era sinónimo de deportación.

Mbosue lo habló con Inés con palabras que se incrustaron profundo en sus intestinos de mujer.

- No me puedes dejar ir, yo soy como tu hijo, al menos yo te siento como mi madre.
- Pero soy diputada, no puedo ir contra la Ley. Pero estoy haciendo todo lo posible.
- Pero queda un mes, si no ha pasado nada en casi dos años, ¿por qué esto cambiaría ahora?
- Ten fe, no te preocupes, algo arreglaremos.

Y se abrazaron como el primer día, pero esta vez el muchacho sabía que no había tiempo que esperar. Inés por su parte intuía que no había tiempo de hacer mucho, no era capaz de dar un camino racional a un cúmulo de emociones que la invadían. Siempre en su vida profesional había tenido que demostrar a los demás su capacidad de actuar por encima de las emociones, siempre, hasta que la emoción fue demasiado personal.

Hoy al leer la carta, todo aquello no importaba nada.

En vuelo


Vamos hombre, te digo que mires a tu alrededor, pero lenta, muy lentamente, que no es la idea que todo el mundo se de cuenta y haga lo mismo.

La mujer del 5D ya abrió la notebook que mantuvo en el regazo desde que se sentó allí. Se puso los anteojos de leer y ahora, con cara de gran compostura y seriedad, hace bailar los dedos sobre el teclado. La otra mujer, la del 3A también abrió la computadora, pero en ella ahora bailan las imágenes de un DVD.

Gira suavemente hacia tu derecha. El gordo que rompió el asiento al sentarse no aguantó el tedio que le produjo el libro que leía y echó cabeza atrás, cerró los ojos y el libro reposa sobre el pecho en equilibrio inestable. Pese a la forma en que le ha quedado abierta la boca, no son suyos los ronquidos que escuchas. Son del asiento de atrás, pero no vayas a mirar que harían demasiado evidente el hecho.

El tipo del 4A hace rato se sacó los zapatos y parece estar bastante cómodo ¿Puedes adivinar de dónde viene? ¿Qué hace? Lee una revista de aviones y aeronáutica, pero no ofrece mucha más data para analizar. Usa pantalones livianos grises, blazer azul oscuro con botones dorados y una camisa de una liviana tela de jeans. Mírale el reloj. No es el de un piloto, creo más bien que es algo más informal. Estira los pies sin zapatos como forzando la circulación en las alturas. ¿Crees que te animarías a sacarte los zapatos y quedar en calcetines a estas alturas del día?

A tu derecha más adelante, está sentado un bicho raro. Pelo corto, pero no militar, estrictamente blanco casi en su totalidad, aunque en los bordes agarre una leve tonalidad gris, un aro demasiado visible en la oreja izquierda, camisa y pantalón de riguroso negro, no lleva reloj. La tez, un poco más oscura que la cabellera. Lee el diario en inglés y se ha dedicado primero a la sección espectáculos y cultura y luego se ha detenido en la sección de crónicas policiales. ¿No te da susto pensar que podría ser un criminal? Mucha pulserita, mucho adorno dorado… podría ser.

Aunque al principio te parezca raro, y casi divertido, por el pasillo vez avanzar hacia ti un trasero bien contorneado por una falda precisa. No es común ver algo así de no ser aca en las alturas. Tras el trasero bamboleante, aparece un carro de comidas que no apeteces. Luego ves un azafato que por su apariencia adivinas, está en su ultimo viaje del día. Arma y distribuye bandejas en forma eficiente y bastante automática.

Cuando el carro va pasando puedes sentir los olores de carne mezclado con otros de pescados. No sólo no apeteces la comida a 10,000 metros sino además te paran el carro a tu lado para que sus olores invadan y alimenten tu imaginación. Ahí están para impregnarte las narinas ya congestionadas por una mezcla de catarro y alergia a estos aires acondicionados demasiado reciclados.

¿No te llama ya la atención? ¿Te has acostumbrado? ¿Crees que es siempre igual, que son las mismas caras, las mismas poses, las mismas sonrisas, los mismos aromas?

Mira, hasta el gordo del 4D despertó y cena con gusto el fase food bien presentado que tú rechazas.

Ni bien han terminado de servir su sector, azafato y trasero bamboleante vuelven a pasar ahora en sentido contrario y parecen volver a la carga. No me queda claro desde acá si ahora aparecen ofreciendo repeticiones, más líquidos o ya recogen lo servido y lo comido y tomado, olvidado. ¿Alcanzas a ver?

Te puedo contar dos cosas de cuando me levante al baño. Parece que la carne traía nervio porque varios tapan la boca con una mano mientras con la otra escarban espacios interdentales. Lo otro es que no eres el único que no cena. Pero a diferencia de ti, los otros están trabajando. Leen memos impresos o teclean en la computadora. Sólo tú estás ahí mirando con tus auriculares que tocan música brit pop, o no miras y la vista la tienes extraviada, perdida en un horizonte inexistente o en un atardecer que sólo está en tu cabeza.

¿O será que estás soñando con los ojos abiertos? ¿Será tal vez que estás volviendo a casa y anticipas el momento y lo disfrutas desde ya? ¿O será que a estas alturas de tu vida estos viajes son un mal necesario y el disfrute inicial se ha perdido y te colocas en un estado de meditación que hace que el tiempo pase más rápido, alejado del presente que crees ver?

¿Vamos cuéntame en qué estás? ¿Será que la música te trae recuerdos de algo que ya pasó y te hace desear secretamente que vuelva a ocurrir?

Mira, mira, no te pierdas el costado derecho del avión, con música, sueño y todo, puedes disfrutar de los rectángulos sucesivos trasparentes que muestran un atardecer irrepetible y entrecortado, sobre los cielos del canal de la mancha en este otoño europeo. Mira como el celeste se convierte en rojo intenso y éste a su vez en negro casi puro. ¿Te pasa como a mí de sentir que nunca habías visto algo así? ¿Crees que nunca el rojo ha sido tan rojo como hoy?

El tiempo ha seguido pasando. Los dedos de la mujer siguen tecleando en el 5D, el atardecer se ha hecho aún más noche y suficiente tiempo ha pasado. Ya estás más cerca y vuelves a soñarte llegando. ¿Por qué será que se perdió la costumbre de ir a buscar a la gente que quieres al aeropuerto?

(Paréntesis, algo interesante debe pasar en la película que alguien ve en la computadora en la fila 3. El de pelo blanco no deja de mirar de reojo por encima del diario que ya lee con menos atención).

El gordo rompe asientos ha vuelto a dormir y ahora le escucho roncar. Suave. Pero seguro.

Más allá hay otro de camisa rayada y gemelos de plata que lee una revista de negocios. Se paran unos al baño, otros estiran las piernas, siento los oídos taparse y las conversaciones parecen ser distintas. La música se escucha distinta, los ojos quieren cerrarse.

Se enciende la luz de cinturones y el avión está por llegar.

jueves, 25 de octubre de 2007

Irse de trece a Madrid


Hoy es trece. Y es feriado. No es ni viernes trece, ni martes trece. Pero hoy pagan sin trabajar. El aeropuerto está tranquilo. Como día feriado.

A Juan José lo vino a dejar un taxi privado, un auto no muy nuevo y un chofer de aquellos que no se aleja de la ciudad en estos feriados largos. Llegó 20 minutos tarde respecto de lo acordado y con ello aportó a incrementar los nervios ya azotados por la tensión del primer viaje del joven.

Juan José cumplió recién los 18 años, es un joven de buena figura, pelo ni largo ni corto, bien arreglado, una mirada transparente. Es como cualquier chico tranquilo de su edad. No hace nada por llamar la atención.
Al entrar al aeropuerto a esta hora, no lleva la misma mirada que tendría en un día normal. El taxi atrasado quiso recuperar el tiempo perdido y las velocidades –la real y la percibida- pasaron cualquier límite. Sólo le calma pensar en Marcela. Debe recordar traerle un regalo. Más aún después de las lagrimas de ayer.

- ¿Será que siempre que nos despedimos las mujeres piensan que no volveremos más? Se preguntó durante la noche.

Juan José se va de viaje. Su primer viaje. Lo contactaron en el colegio hace algo así como un mes. Alguien pasó el soplo que su madre había conseguido finalmente la nacionalidad y pasaportes españoles y pensaron que podría ser muy útil al proyecto.

Al principio no le gustó mucho la idea. Tampoco le resultó fácil pensar en cómo justificar de dónde había salido este viaje. Pasaje, estadía, plata para el bolsillo y un bono especial al llegar con un paquetito a una dirección en Madrid, que debía memorizar.

Se decidió porque la plata era interesante, sería su primer trabajo remunerado y no le tomaría mucho tiempo. Pero sobre todo, quería volar en avión y conocer Madrid.

Unos días atrás, le entregaron un paquetito que debía guardar en la maleta, entre su ropa. Era un pequeño cubo envuelto en papel de regalo. También, una especie de cinturón que debía usar en la cintura, bajo el pantalón, y que no debía abrir por ningún motivo. Que no se preocupara. Todo estaría bien. Lo estarían esperando en el mismo aeropuerto de Barajas, alguien con un cartón con su nombre. De ahí al hotel y al otro día a buscar la dirección.

Juan José está por terminar la secundaria y quiere estudiar electricidad. Como no es nada de tonto, y pese a la falta de experiencia, se las arregla bien en el aeropuerto y va pasando trámites y controles con facilidad. Entrega equipajes, documentos de viaje. Llena formularios y ya está listo para avanzar a Policía Internacional. Tarjeta de embarque, pasaporte, formulario. Mirada siempre inquisidora del agente. Y ahora al control de equipaje de mano. No lleva nada líquido. Nada de elementos cortantes. No tiene monedas en el pantalón. Coloca sobre la huincha de la maquina de rayos su pequeña mochila, el cinturón. El anillo que le regalo Marcela cuando cumplieron un mes. Y espera el turno para pasar por el pórtico detector de metales.

De pronto sufre un shock.

- ¿y si suena?
- ¿Qué mierda tendrá el cinturón acolchado? Putas que soy pelotas. ¿Y si es merca?

Siente que le bajan las defensas.
- ¿Pero cómo no lo pensé antes? ¿Quién me mandó a meterme en esto?

Se le enfría el cuerpo y el tiempo parece hacerse lento. Puede sentir como en cámara lenta, un hielo polar que comienza a bajar por su columna. Piensa que va a terminar por inmovilizarlo. A esa sensación le sigue un súbito calor que le moja de sudor las manos.

Vuelve a pensar. No puede ser que no se haya dado cuenta. El entusiasmo lo encegueció. La plata fácil. Madrid. De seguro alguien lo había cagado. Y no se imaginaba aún quién. ¿Sería Iván, el antiguo novio de Marcela?¿Alguien del colegio?

El joven se sobresaltó cuando una mano firme le tomó el brazo y le señaló que era su turno de avanzar.

Dudó un instante. Y avanzó.

Aunque para quienes lo vieron avanzar su paso pareció seguro, Juan José sintió que cada pié pesaba una tonelada y que cada paso era un esfuerzo sobrehumano. Dio el paso final hacia el detector y a poco de ubicarse ahí una alarma sonó y una lucecita empezó a titilar.

Juan José quiso largarse a correr. Se dijo que había caído en la trampa como un niño pequeño. Se vio protagonista de una película en la que ya no deseaba estar. Quería deshacer camino, echar el reloj para atrás. No había sentido sensación similar desde que rompió con la pelota el vidrio de una vecina. Se imaginó las conversaciones en el vecindario. Vio a su madre acercarse con lagrimas en los ojos, mientras le tomaba las manos esposadas.

Un policía le hizo señas para avanzar hasta una zona donde podría ser revisado. El avanzó como si tuviera una roca gigante en la cabeza, pero no tenía más remedio que avanzar y se dejó hacer.

Juan José sintió que se estaba derritiendo, sentía el cuerpo hacerse agua. Miraba cómo los demás pasajeros lo miraban, tal vez sospechando lo que podría ocurrir. En el fondo de la sala, vio a una pareja de policías que llevaban a un tipo moreno esposado. De pronto sintió las manos del policía pasearse por las piernas y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Le pareció incluso que el uniformado se tardaba demasiado alrededor de los genitales, pero no tenía valor para moverse o quejarse.

Luego, el policía lo hizo ponerse con los brazos en cruz y le fue pasando el detector de metales por los brazos extendidos, luego por la espalda. De ahí saltó a los pies y revisó cada una de las piernas que le hizo separar. Luego le hizo girar para ponerlo de espaldas y reinició el mismo proceso. Al llegar a la cintura el aparato empezó a sonar y el policía lo miró cuestionador, pero de vuelta sólo recibió una mueca de “yo no fui”. Juan José se sacó el cinturón externo, pero el aparato siguió sonando.

- ¿Qué tienes ahí?

Juan José se resistía a confesar el cinturón interno, pero fue el mismo policía el que le hizo levantarse la camiseta, lo que dejó a la vista parte del adminículo. El joven no esperó la instrucción y abandonado a su suerte, se lo sacó y lo dejó sobre una mesita que había al costado. El Policía lo abrió y comenzó a sacar el contenido. Algunos billetes, una carta y una pequeña figura religiosa, cuatro preservativos que dejó claramente visibles en la mesa mientras sonreía vistosamente, y finalmente, ante el rostro muy rojo del joven, un raro artefacto con la forma de un gran anillo metálico.

- Esto es lo que sonaba, le dijo. Si me hubieras dicho no hacíamos tanto escándalo. Puedes seguir, le terminó de decir con un guiño.

Juan José recogió sus cosas con la cabeza aún llena de preguntas, volvió a colocarse el cinturón con su extraño contenido, se arregló como pudo mientras sentía que los colores corporales y su temperatura se normalizaban. Continuó.

Se paseó un poco por el aeropuerto recuperando el aire y la normalidad. Hizo la espera frente a la puerta 19A, cuando llamaron se subió al avión y voló.

Para ser su primer viaje, se comportó bastante bien. Soportó estoicamente algunas turbulencias al cruzar el atlántico, y disfrutó la comida, la música, las películas. De hecho las vio hasta que sus ojos no resistieron y cayó dormido profundo. . En el sueño se veía llegando y preguntándose lo que realmente hacía allí, lo que transportaba. El sueño hacía aflorar todas las preguntas que finalmente se hacía sobre el viaje. ¿Por qué le pagaban? ¿Qué hacían esas cosas en su cinturón?

El sueño sólo ofrecía preguntas.

Llegó pasado el mediodía a Madrid y pasó sin problemas todos los controles. Afuera lo esperaba un tipo grande y corpulento con un letrerito a su nombre. El hombre le abrió la puerta trasera de un auto que en su vida hubiera imaginado utilizar, se puso unos anteojos de sol y mirando por la ventana mientras el auto avanzaba camino al centro de la ciudad, se sintió el rey del mundo o mucho más. Pidió música al chofer y se fue volando a través de sus pensamientos.


Se bajó en un hotel donde una habitación lo estaba esperando. Al otro día debía llevar el paquetito y allí sabría más de qué se trataba todo esto.

Aprovechó el resto de la tarde para pasear por una ciudad que le llenaba el cuerpo de sensaciones. Por un buen rato logró olvidar las preguntas y se dedicó a disfrutar.

Al caer la noche, se sentó en una terraza a comer algo mientras se reía solo de pensar lo que hacía un joven como él con dinero y tiempo en una ciudad grande como Madrid. Pero el viaje le pasó la cuenta y volvió al hotel a descansar. Ya habría tiempo mañana.

Al otro día, tomó desayuno en el hotel y se preparó para ir a dejar el encargo. Volvió a ponerse el cinturón de tela. Tomó el paquetito y partió. La entrega se hacía en el cuarto piso de un elegante edificio madrileño desde el cual se divisaba una esquina del Estadio Santiago Bernabeu, del otro lado de una ancha avenida.

Al abrirse la puerta del departamento, Juan José se encontró con mucha gente, parecía una fiesta en la mañana de un día laboral, y entre las caras aparecieron las de algunos de sus contactos iniciales. Se acercó a ellos y entregó el paquete, sintiéndose por fin liberado.

Aunque no tenía muchas ganas de quedarse, se sentó. Había muchachas apenas adultas en actitudes de permanente seducción, había droga en las mesas y mucho, mucho alcohol. En cualquier ocasión se hubiera sentido cómodo en una fiesta así, pero había algo que le llamaba a irse cuanto antes.

Sin darse cuenta cómo se vio con un vaso largo en la mano. Pensó que lo mejor era sólo mojarse los labios pero no caer en la tentación, y menos perder el control.

Reconoció la cara del que le había entregado el paquete una semana atrás y al cruzar las miradas, éste comenzó a caminar hacia él.

- Gracias, le dijo. Has hecho un buen trabajo.
- De nada.
- Te mereces el premio prometido. Ven conmigo.

Juan José le obedeció y siguió hasta una habitación. Allí recibió un sobre que parecía contener varios billetes.

- Toma. Disfrútalo. Hay mucho en que gastarlo en Madrid… Pero quédate a festejar con nosotros. Puedes aprovechar esta fiestita.
- Gracias pero tengo cosas que hacer. Quiero salir a conocer.

Juan José pensó un momento, y mientras avanzaba hacia la puerta de salida, dijo:

- Pero tengo una duda y quiero saber si me lo puedes aclarar. ¿Qué hice realmente?
- No mucho directamente. Nuestro “burro” no eras tu, sino alguien que siempre estuvo detrás de ti. Cada vez que te paraban y revisaban, desviabas la atención y él pasaba sin problemas.
- Pero,¿qué traía el “burro”?
- Ummm, Dios pregunta menos y sabe más. Y lo empujó cariñosamente hacia fuera con una mueca alegre en la boca.
- Adiós, o... ¿hasta la próxima?

viernes, 12 de octubre de 2007

What it means to me?

Volver

“Y aunque el olvido, que todo destruye,
haya matado mi vieja ilusión,
guardo escondida una esperanza humilde
que es toda la fortuna de mi corazón”.

Voltaire decía que los viajes forman (a) la juventud y mi padre para no ser menos, siempre dijo que la vida es un largo viaje interrumpido por períodos de trabajo.
Por eso ahora, mientras emprendía viaje a Buenos Aires, me alegró encontrarlo ahí, en los pasillos del aeropuerto, caminando bajo su clásica boina “Burberry”, compañera de tantos viajes, y tantas interrupciones por el trabajo. Cada vez que he venido a Argentina, los olores y lugares son un estímulo de recuerdos autoreferentes de una época que me ha marcado como pocas. Pero este viaje es distinto. Esta vez, en cada esquina creo verme, ya no solo, sino en familia, con mis padres y hermanos.
Es quizás la cercanía de ese encuentro casual en el aeropuerto. Es tal vez, el gusto que me dio verte allí, parado, riendo de buena gana mientras no sabías que te observaba. O fue ese darnos el tiempo de un café, mientras llaman a embarcar, fue esa broma interminable que siempre ameniza nuestra conversación. O es mi orgullo de hijo al ver a su padre feliz, profundamente tierno y vivo, gozando como siempre la vida.
Sentados, en esa cafetería de aeropuerto que presencia desde lo alto las despedidas, nos hablaste del mozo de aquel restaurante de La Boca, chileno y poeta, como suelen ser los mozos argentinos, o de cuando descubriste aquel lugar casi oculto, donde se huele y vive el verdadero tango de San Juan y Boedo.
Ahora, al viejo Palermo que conocimos le dicen Palermo SOHO y se ha poblado de restaurantes y cafés.
Ahora, con el tiempo, pienso que tú también tienes un capítulo abierto con esta ciudad; si tú también cumpliste tus once años allí, una generación antes que la mía.
Luego, mientras viajo en el taxi que me lleva de la Capital a Ezeiza, me pregunto cómo unas cuantas horas y unas llamadas telefónicas, pueden cambiar tanto el rostro de este Buenos Aires; si ya el paisaje no es el mismo y los edificios parecen lejanos, desteñidos, y cruzamos la General Paz sin pena ni gloria, y el aeropuerto al que llegamos es sólo un decorado soso de luces y pantallas y todo está y no está ahí.
Periódicamente todo se nubla, y todo se arremolina alrededor. Y los minutos parecen horas y te vuelvo a ver sentado en el café de Pudahuel, vuelan los recuerdos y vuelan los minutos y volamos nosotros a abordar. Y creo verte de nuevo con tu boina y no eres tú; te recuerdo hablando del sambayón de Mar del Plata, con tus ojos brillando mientras nos entusiasmas con las masitas dulces de Las Violetas; y nos dices que cerca de Callao y Santa Fe han llenado de libros todo un teatro.
¿No te sorprende que nuestros hitos geográficos sean los libros o la comida?
Todo esto recorre mi mente, en este vuelo que me devuelve a Santiago, aferrado a la mano de mi mujer, sacando fuerzas del amor, preparándome para verte con la misma cara de ayer en el aeropuerto, pero ahora frío y serio, para besar tu frente por última vez, antes de perderte en la profundidad multitudinaria de tu entierro.

Hoy te recuerdo y estás aquí al lado.

jueves, 11 de octubre de 2007

martes, 9 de octubre de 2007

The times they are changing.


Me encontré con un amigo en el duty free shop del aeropuerto de Londres. Cristián trabaja muy cerca de mi oficina y como vivimos en el mismo emprendimiento inmobiliario, muchas veces compartimos transporte a nuestras oficinas.

Así ha surgido una amistad que sin ser intima, nos permite compartir con gusto un almuerzo o un café. Le tengo aprecio como persona y creo que el me demuestra cierto respeto intelectual.

Por distintos motivos, ambos coincidimos sin saberlo en Londres en el mismo período, y ambos esperábamos el mismo vuelo de casi 20 horas que nos traería de vuelta al hogar.

Haciendo tiempo nos fuimos hasta un negocio de Virgin donde venden discos, juegos, dvds. Se escuchaba música a un volumen que me parecía exagerado para el tamaño del local, pero es el estilo de estos locales, y según dicen los marketeros, forma parte de la “buying experience” del local. Ambos nos pusimos a “vitrinear” música y cada cierto tiempo.

De pronto, empezó a sonar “Don’t cry for me Argentina”, la música de la opera Evita, y Cristián se acercó y me dijo:

- ¿Te das cuenta cómo llegan nuestros símbolos al primer mundo?
- Y tu ¿sabías que en Disney usan el “Pata Pata” de Myriam Makeba en unos juegos?
- ¿Y esa quién es?
- Una cantante anti apartheid acusada de comunista y exiliada primero de Sudáfrica y después de Estados Unidos. ¿No te parece contradictorio?
- No desde que el Ché es un símbolo del marketing y un gran generador de riquezas a través del merchandising.
- Bueno, como la mayoría es falsificado, socializa lo que genera en riqueza, en eso es consecuente…
- ¿Sabes que en Argentina ganó una votación como mejor representante del “gen argentino”?
- ¿Cómo es eso del gen? Si el Ché no tenía nada de italiano, ni de judío, tampoco era corrupto, ni preocupado de la facha, es decir no tenía nada de un supuesto “gen” argentino…, ni siquiera está claro si le gustaba ser argentino.
- ¿Por qué lo dices?
- Pues, porque si no no se entiende que hubiera andado buscando patrias afuera.
- Bueno, con todo eso ahora podría ser una nueva atracción en Disney, imaginate, ya tienen Epcot, Magic Kingdom, Animal Kingdom… ahora podrían hacer el Revolutionary Kingdom, con Hall of Fame, con una gran montaña rusa que represente los buenos y malos momentos de las revoluciones y sus movimientos…
- Sigue, parece interesante…
- Venderían replicas de las armas más famosas, banderas de los distintos movimientos, habrían juegos de simulación bélica, paint ball, héroes y villanos,
- Estás loco, eso no lo podrían hacer en los Estados Unidos…
- ¿Cómo que no? En Epcot en el Pabellón de China venden bolsos y camisetas con la imagen de la hoz y el martillo, con la foto de Mao. Además, allá los revolucionarios son amados o rechazados según son útiles o no al imperio, mira Lumumba, Saddam, Mandela, ¿quieres que siga? Todo parece cambiar en el mundo mucho más rápido de lo que podemos darnos cuenta.


Me quedé pensando que en realidad Cristián podía tener razón. Que las revoluciones que iluminaron nuestra juventud quedaron varadas en el tiempo, como ballenas en una playa solitaria, quedé pensando que quizás es porque me estoy poniendo viejo, que ahora veo las cosas con otros ojos.

Pensé en cuál es la nueva revolución por hacer. Una ya sin muertes, pero que genere cambios, que abra caminos, que alimente esperanza.

En eso estaba cuado vi el disco nuevo de Bryan Ferry. Se llama Dylanesque porque son su visión de temas de Dylan. Me quedé mirando el disco mientras Cristián estaba en otra cosa. Y allí estaba. The times they are changing.

Un poco de poesía y emoción en un día frio de octubre

Fito Paez---Un vestido y un amor (Te ví)

jueves, 4 de octubre de 2007

La Lovetti emprendía viaje


Ella es una estrella de la TV. Ella trabaja en varios países, y en programas importantes. Ella se corta el pelo y se hace las manos en la misma peluquería que Laura.

A ella se la reconoce, y todos –hombres, mujeres y niños- se dan vuelta a mirarla cuando pasa por ahí.

Ella apareció como una luz el día de la huelga en el aeropuerto. El gigantesco hall parecía un gran hormiguero ese jueves. Pero el hormiguero estaba como inerte pues nada se movía mientras los vuelos estuvieran suspendidos.

Cuando la Lovetti, que a todo esto se hizo famosa como modelo –y no creo que haya dejado de serlo- se bajó del auto y caminó hasta las puertas del recinto, un halo de anonimato la protegió.

Sin embargo, cuando las puertas se abrieron, grandes y automáticas, ella avanzó y la iluminación pareció disminuir, un foco seguidor se encendió y le siguió los pasos hasta la fila formada frente al letrero de “Clase Ejecutiva”. Las miradas la siguieron igual que el foco, y eso duró hasta que se ubicó como cualquier mortal al final de la fila.

¿Cualquier mortal?

Bueno, ahí empezó a ser cercada por un reducido número de personas que casi a gritos al principio le pedía una foto, una firma, un recuerdo.

De la Lovetti se pueden decir muchas cosas, pero ni chistó. Todo lo contrario. Se comportó como una gran dama.

El seguidor la volvió a iluminar y hubo fotos, flashes, celulares, abrazos y besos. Yo no me acerqué, aunque ahora confieso que me arrepiento. Podía haberme sacado una foto; haber inventado una historia después; pero no; me limité a quedarme allí; mirándola.

En la tele parece tener mejor cuerpo, pero no digo que esté mal. No está maquillada y claramente se ve más de carne y hueso, no arma escándalos, ni usa chillidos para hablar.

Le deja un beso pintado de rouge en la mejilla a un chico de unos 12 años que de pronto se llena de vergüenza y de rubor. Que envidia. ¡Lovetti, quisiera que ese beso hubiera sido para mí!

Se saca una foto con un chico de unos 16 años. Tiene un tatuaje en el brazo, el pelo con mechas teñidas de rubio y una colección de aros en el lóbulo izquierdo. Lleva unas bermudas largas y anchas, o un pantalón demasiado corto, una camiseta de básquet gringa –muy grande-, un gorro que dice “lakers”, visera hacia atrás. Puedo describirlo claramente pues abrazó con el brazo derecho a la “diva” y estiró el izquierdo para que con esa mano manejara el celular que dejaría inmortalizado el momento.

Luego pasó a mi lado con el brazo del celular en alto como un trofeo. Venía diciendo:

- Mira, loco, me saqué una foto con la Lovetti, no sabes que rico el perfume que usa. ¿Viste como me la agarré?

Me imaginé que esa foto ya recorría muchos celulares bajo la forma de SMS. Me puedo imaginar muchas otras cosas sobre el tema que no relataré.

Mientras la fila seguía sin avanzar y la gente de la aerolínea no alcanzaba a atender los requerimientos de la gente en los mostradores, la Lovetti continuaba su sesión de fotos y firmas, todo mientras una mujer que se había hecho un espacio a su lado, le mantenía la conversación. Me iamgino diciéndole:

- Te veo siempre, eres lo máximo, no sabes cómo te admiramos, etc.


Todo eso independiente que en las cuatro paredes de la casa la pueda haber tratado de otras formas menos elegantes.

Un chico de la línea aérea se le acercó y le ofreció pasarla por un “counter” de cortesía, para que pudiera esperar en otro lugar. La Lovetti aceptó de buena gana y se despidió ya más cansada, de la arpía que le entretenía la conversa. Beso por la izquierda. Beso por la derecha. Y cuando fue a tomar la pequeña maleta con ruedas con la que había realizado la cinematográfica entrada, ésta ya no estaba allí. Se había esfumado.

Corte a la “diva”, el haz de luz se vuelve a centrar en ella y le cambia la cara. Primerísimo primer plano para ver como le cambia bruscamente la cara. Ya no es la estrella. Es un animal desatado. Se le arruga la cara, se le juntan las cejas, se le va la vista a la mierda… grita.

Yo ya no la miro, la camara abre sobre un taxi en el que voy manejando de vuelta a la ciudad. Sin la firma… sin la foto… pero con todas sus cosas… sobre todo… sus calzones…

viernes, 28 de septiembre de 2007

Los aeropuertos y una invitación a mis lectores


Me lanzo a un nuevo desafio. Escribir sobre momentos e historias relacionadas con aeropuertos.


Son historias de idas y venidas. De despedidas, de reencuentros. Pasajeros y permanentes.


Son historias de expectativas, por lugares y momentos por descubrir, y miedos.


Son viajes de turismo, son viajes de emigración. Son viajes para despedir definitivamente a un amigo o un familiar, son viajes de descanso.


Son historias de azafatas y sobrecargos, pilotos y personal de limpieza. Hay muchos mundos que se juntan en momentos distintos de sus vidas... y a veces se cruzan... Hay gente feliz y gente enojada.


Y te lanzo una invitación: cuentame una historia o anecdota de aeropuerto que te parezca relevante. ¿te parece? Dejala como comentario aqui mismo o me la mandas a pavelfriedmann@hotmail.com


Te espero,

lunes, 10 de septiembre de 2007

11 de septiembre. De duelo.


Rompo el esquema de mi blog. Hoy no escribo un cuento.

Me declaro en huelga por el día de mañana. El día del horror.
No puedo creer que se celebre el día del profesor el mismo día.
A menos que sea la forma de recordar que de estos días tenemos que aprender.




sábado, 1 de septiembre de 2007

Café Moro

(para Cecilia)

Cuando te tomas un verdadero café árabe, siempre queda una espesa borra que según cuenta la leyenda, se puede leer. Te habla del futuro y de cómo viene la mano.

Era el final de la primavera, en un pequeño pueblo situado en un peñón, sobre la costa del sur de España. La bella monotonía de las casas bajas de muros blancos se rompe gracias a los balcones llenos de geranios, el verde de los naranjos y el aroma de suaves azahares. Caminando por allí un día demasiado caluroso, busqué fresco y descanso en un estrecho local comercial. De pronto me sentí en el medio de cualquier shuk árabe, como el de la cuidad vieja de Jerusalén. Entre las especias misteriosas como el cardamomo, coriandro, comino, azafrán, albahaca, jengibre, clavos, mardakush y los frutos secos, se ofrecía café moro y té de menta.

Opté por el primero porque luego de una semana vagando por Agadir y Marrakech, el té de menta me salía hasta por los poros.

El joven mozo, tendero e hijo del dueño, dejó sobre la mesa una taza pequeña y blanca con unas florcitas celestes pintadas y un jarrito de cobre. Con destreza vertió unas gotitas de agua fría en el jarrito y me dijo:

- espera un minuto y luego lo sirves con cuidado, lentamente, para que no se llene de borra. Y partió a vender azafranes y pistachos.

Mientras esperaba me dediqué a mirar aquel local que era café, tienda, bodega y probablemente casa. Había allí aceites en desiguales botellas, alcoholes con nombres difíciles de adivinar, aceitunas de distintos tamaños y colores, artesanías varias y una vieja stereo que lanzaba armonías de oriente. Entre las grandes bolsas de tela que contenían las especias, diversos tipos de granos, nueces y harinas, frutos secos y dátiles, había una pequeña vitrina cuadrada con dulces orientales que captaron rápidamente mi atención.

El chico me trajo uno que elegí y lo dejó en la mesa sobre un trozo de papel y mientras lo hacía me contó señalando a una mujer mayor:

- los hace mi madre.

Cuando yo ya había terminado el dulce, bebido mi primer café y estaba presto a servirme otro con lo que quedaba en el jarrito, la mujer que el chico había marcado como su madre, se acercó haciéndome señas de esperar. Tomó la taza usada y la puso boca abajo sobre el plato, la dejó en una esquina de la mesa al tiempo que el chico aparecía raudo con una de reemplazo. Aunque le dije que podía tomar de aquella, ella sin hablar me indicó usar la nueva taza, sin más explicación.

Bebí mi segundo café más lento que el anterior saboreando aquel líquido casi tan grueso como un licor.

La mezcla de aromas y sonidos, tal vez el calor exterior y el cansancio acumulado, fue haciendo efecto en mi y me fui sintiendo como en casa.

Nuevamente la mujer se acercó y repitió con delicadeza y seguridad la operación de la taza, me acercó un vaso de agua como adivinando mi necesidad. Aún lo estaba bebiendo cuando ella volvió sosteniendo por el lado izquierdo el lento y difícil caminar de una anciana que pese a la edad y las arrugas, dejaba adivinar su histórica belleza.

La anciana se sentó frente a mí con dificultad, casi dejándose caer sobre la silla. Tomó la primera taza, miró su interior y fijando la vista en las formas que deja la borra seca, me habló con su acento único:

- qué linda vida tiene, señor, la va ser muy feliz, va a encontrar mujer, va enamorar. Hijos sanos, fuertes. Hay mucha felicidad.

No sabía qué actitud tomar, no sabía si sonreír o mantener la cara de asombro profundo que debía tener.

- créale, dijo el mozo, ya verá.

Tomó la segunda taza y prosiguió:

- muy bueno, señor, ahora lejos de casa. Pronto nueva casa, con flores, con amor. Muy buen mañana.


Me miró y sonrió. Le sonreí. Se paró, se acercó, hizo una cruz bendiciéndome y me besó la mano con ternura. Mientras buscaba las palabras para agradecerle, ella desapareció con la madre del mozo, por el fondo del local. ¿Estaba viendo alucinaciones? ¿Me habrán emborrachado o escondido alguna droga en el café?

Yo parecía no poder moverme cuando apareció el chico con un backgamon de madera con incrustaciones geométricas, ofreciéndome jugar.

Y el tiempo dejó de pasar para mí. Me quedé jugando con el chico, y luego con el padre cuando apareció por ahí. Y aparecieron empanaditas de acelga, berenjenas rellenas de arroz y carne, coles rellenas, hojitas de parra, más dulces, más café.

Cuando por fin me di cuenta que la noche había llegado y pensé que era apropiado despedirme, me paré. El hombre me abrazaba despidiéndome cuando entró una chica más o menos de mi edad.

- Te presento a mi hija, me dijo. Es la menor.

Y me quedé a vivir allí para siempre, entre los sabores, entre la borra del café. El mejor café.

viernes, 31 de agosto de 2007

¿Estaremos juntos hasta la primavera?


Soli d'inverno è cosa da morire!
Soli! Mentre a primavera
c'è compagno il sol!
(La Bohème – Puccini)


Hace frío en la ciudad, un frío que cala profundo en el cuerpo y hace visibles o sensibles nuestros propios huesos.

Se está acabando el mes de agosto y toda la ciudad parece aguardar con ansias el fin del invierno,

Para Ariel ha sido ha sido lejos su invierno más frío. Por fuera, por dentro, en el corazón.

A mirarlo allí, sentado en el banco de una plaza, lanzando con desgano algunas migajas de pan, parecería una estatua más de no mediar un escaso movimiento. Tiene los ojos vidriosos, demasiado húmedos y aunque mira, la verdad es que ya no ve.

Pasa horas allí, haciendo que pase el tiempo y perpetuándose en aquellas sucias aves urbanas que ayuda a alimentar.

Hace un año era un exitoso empleado de una multinacional de la tecnología, llevaba por el mundo un pecho ancho repleto de futuro. Aunque no era particularmente expresivo de su situación, por donde pasare iba dejando el pegajoso aroma a éxito.

Ahora lo ha perdido todo. Su último recuerdo es de aquel día en que perdió lo último realmente valioso que le quedaba… las ganas. No hay mucho que contar respecto del còmo fuero sucediendose los hechos, pero la caída fue más brusca de lo que cualquiera pudo alguna vez imaginar.

Primero el abandono de una novia respecto de la cual durante meses se vanaglorió de carecer de todo sentimiento de dependencia. Ariel no creía que su unión fuera profunda y se jactó de su libertad.

Pero ella se fue después de una discusión banal.. Y durante días el aseguró que se trataba de algo pasajero. Nos va a hacer bien, pensaba. Estaba tan tranquilo que en restaurantes se daba el gusto de coquetear alegre con chicas de otras mesas.

Ese primer fin de semana solo, en medio de dudas decidió llamarla, estaba incluso dispuesto a disculparse si era necesario, la quería cuanto antes junto a él; no quería estar solo el sábado a las doce de la noche. No quería llegar al boliche sin ella.

Pero nadie contestó sus llamadas, nadie respondió sus mensajes.

En su burbuja de orgullo, Ariel estaba tan seguro que llegaría, que se duchó, eligió la ropa con gusto y se preparó. Vestido sacó algo de jamón, queso, unas semillas, dos copas y el vino blanco del frío. Puso música y espero. Despertó a las tres, vestido, con la botella a medias en la mano.

No volvió a salir del departamento mientras ella no llegara le dijo un día al jefe cuando lo llamó. Y el desgaste cuesta abajo nunca más paró. Como ya se dijo, fue perdiendo todo. Todo. Y se olvidó. Perdió memoria y futuro. Se quedó con un presente sin juicio, un presente de foto, solo pasa lo que se ve.

Una vida hecha de fotogramas que sólo unidos y a cierta velocidad muestran algún movimiento.

En ese momento, y caminando sin rumbo, descubrió la plaza en la que ahora está. Entonces sus ojos se llenaron de verde y el verde se fue haciendo amarillo.

Alertada por amigos, ella lo miró un día desde un auto. No tuvo fuerzas para bajar. Ese ya no era él. Se fue con el cuerpo lleno de culpa y nostalgia. Pero se fue. Y no quiso volver.

Se acaba el mes de agosto y esperamos que se acabe el frío. Ariel espera que se acabe el día. Ya no estará en primavera.

Los plátanos


Habían plantado plátanos en el patio trasero de la casa y cuando crecieron no fueron los árboles que esperaban. El fruto nunca apareció, las alergias si. Pero la sombra era agradable en verano. Por eso los árboles siguieron ahí.

En esos veranos, cuando caía la tarde y estaban solos, no era raro que él la abrazara por la espalda y terminaran haciendo el amor allí, en medio del jardín. Ella aceptaba el abrazo, girando se unía en un beso y sentándose en su regazo se amaban lenta y calurosamente.

El perro nunca entendió los movimientos, gemidos y olores, y ladraba nervioso. Carlos decía que el perro estaba caliente y eso volvía aún más loca a Emilia.

Cuando la tradición aún se construía, los árboles no alcanzaban tamaño suficiente para cubrirles por completo. Pero en aquellos años, la juventud de la pareja y cierto descaro eran más fuertes que cualquier temor.

Con los años, los árboles y su poder cobertor fueron creciendo y el amor continuó. Las hojas cayeron y volvieron a crecer, las canas aparecieron y el pelo cayó, pero no hubo verano que no conociera aquel amor.

El perro fue el primero en morir, los dejó después de las largas lluvias otoñales a las que siguió un frío peor.

Un día, después del amor, aún aturdidos de feromonas y otros aromas, ella le preguntó:

- ¿podremos amarnos siempre así?
- Lo haremos hasta el verano anterior a que alguno de los dos muera.
- No hables de eso, por favor, que me da frío.
- Y por eso lo haremos siempre como si fuera la última vez, como siempre, como hoy.

Y ella apoyó la cabeza en su pecho.

lunes, 27 de agosto de 2007

Buscando


Dicen en la ciudad que hace algunos años, las parejas se conocían en fiestas de clase homogénea, reuniones políticas, religiosas, en las playas y clubes, etc. Círculos afines que ofrecían la seguridad de compartir ciertas creencias básicas.

Con el tiempo, los espacios de creencia común han ido desapareciendo o su importancia se ha ido reduciendo: ¿será porque apenas si tenemos tiempo de creer y soñar?.

Hoy lo que se usa es vivir al día, disfrutar cuanto se pueda el presente. Y ni la fe ni la política parecen tener espacio.

Yo que estoy en edad de merecer, aún vivo en el mundo de la política y la religión, y eso me toma el tiempo que otros dedican a buscar, encontrar o seleccionar pareja. Pero no puedo quedarme abajo mientras parece dejarme el tren, por lo que me inscribí en un curso de baile y terminé bailando con el profesor; aunque soy moderno, bailar con otro hombre no es precisamente lo que buscaba y cansado del baile, pensé en los gimnasios como un espacio de conversación.

Recorrí sedes y horarios, maquinas y spinning, natación y aeróbica, y sabes qué: nada. No puedo decir que todo haya salido mal. Hay casadas insatisfechas que parecen oler mis hormonas revolucionadas. No lo pasé mal, pero no era lo que buscaba.

Cómo decirte. Busco una compañera. Una mujer que disfrute lo que disfruto, que se dé el tiempo que me doy, una amiga, una pareja. No sólo quiero cama: Quiero corazón. Como dice el cubano, “carne y deseo tambien”.

Me metí a yoga sólo para probar, y de nuevo, no lo paso mal, pero me rindo a la evidencia: no es lo mío.

Y así. No quiero aburrirte con las cosas que he intentado, con las veces que me quedé con ganas de conversar, y las veces que hubiera preferido no hacerlo. Parece no haber remedio para mi suerte. O mi mala suerte. Quizás sea por eso que tantos se juntan, se casan, se separan. Quizás sea porque sea muy poco lo que realmente compartan.

Así, hay pocas cosas que me quedan por hacer, y por eso ahora me dio por escribir. Por escribirte. Por eso me vine a este café; porque en sus mesas he leído mis diarios mientras el tiempo pasa. Porque aquí está el aroma que me gusta, porque aquí me conocen y no tengo nada que aparentar. Porque dependiendo de la hora del día, veo los solteros, los separados, los de desayuno largo, los desocupados, o los que como yo, simplemente, vienen a buscar inspiración.

El escritor dejó flotando esa frase. Siempre le es difícil comenzar después de palabras como esas. Entonces hizo una seña al barman, tomó su taza y se instaló en la terraza. Encontró la última de las pocas mesas aún destinadas para fumadores. Hurgó sus bolsillos, sacó la cajetilla de papel blando, tomó un pitillo haciendo pinzas con dos dedos y lo fue retirando lenta y delicadamente del envoltorio, haciendo sentir en las yemas de sus otros dedos la frotación del cigarrillo con el papel.

Pasó el cigarrillo frente a su nariz, al tiempo que llenaba los pulmones de aire aromado, por el lado del filtro dio tres golpes sobre la mesa para compactar el tabaco en su interior. Lo llevó a la boca lentamente, disfrutando como pocas veces el momento, encendió un cerillo y lo acercó.

En las décimas de segundo que demoró, una presencia, casi una alucinación, una mano de mujer y una voz:

- tienes fuego por favor?

martes, 14 de agosto de 2007

El dia trece


Podría ser un lunes cualquiera, pero hoy es trece, trece de agosto.

Escribo ahora, a las 8:35 de la mañana, mientras mi alma se separa del cuerpo y mis ojos aún abiertos ven humo, vidrios rotos y gente acercándose.

Luego del gran estruendo se hizo un silencio extraño. Es cuando pones el “mute” en el televisor, o en el equipo de música. Es como la ausencia de ruido artificial, pero en el cual se mantiene un zumbido subterráneo, profundo, y aparecen cosas que antes parecías no escuchar. Lo que queda es el silbar del radiador y la queja del chofer.

Veo o percibo gente acercarse a este grupo de hierros retorcidos que es el resto del auto en el que viajaba. Oigo los primeros ruidos en la forma de pasos y la agonía del tachero.

Tengo miedo a intentar moverme. No es que sienta algún dolor –es demasiado pronto para eso-, tengo miedo de no poder moverme.

Aparecen unos ojos en el espacio que hay a mi derecha, hay una mirada a la vez temerosa y compasiva. Eso me asusta aún más. Cierro los ojos. Empiezo a imaginar cosas o recordar.

Tomé el taxi como todos los días y el auto se fue por Campos hacia Santa Fe. A la altura de Olleros, un micro que venía por el frente acarreando gente a toda velocidad en dirección opuesta a la mía, reparó muy tarde que un auto en segunda fila frenaba para doblar. Al ver que era imposible frenar, su chofer dio un golpe de timón brusco hacia las pistas que llevan el transito en el sentido contrario, en el sentido en que ibamos mi taxi y yo. Creo que dije cuidado y ayudé a despertar a mi conductor quien dio el necesario golpe de volante para alejarse del micro que alcancé a ver precisamente de frente.

El impacto que sentí no fue tal. Aún puedo escribir. Pero no puedo evitar pensar qué hubiera pasado si no se hubiera podido evitar.

Estaría sangrando en medio de los hierros. Estaría viendo esos ojos por la derecha de mi hombro, escucharía morir al tachero y estaría cerca de morir también yo.

Por eso estoy ahora aquí. Estoy en mi refugio, en mi café. Estoy metiéndome cafeína y azúcar. Esperando que el alma me vuelva al cuerpo.

lunes, 6 de agosto de 2007

Latinos en Nueva York



Hay una historia que se cuenta en círculos privados respecto de un grupo de cinco o seis latinos que durante casi dos años se juntaba para el brunch sabatino en un restaurante judío de Nueva York.

El “2nd avenue deli” había sido inaugurado a mediados de los cincuenta por quienes los parroquianos conocieron como Abe, un ucraniano sobreviviente del holocausto, y estaba ubicado en la segunda avenida –como su nombre lo indica- en la esquina con la décima, en las cercanías del East Village. Esta zona alberga también otros restaurantes de este tipo y teatros que en algún momento del siglo pasado le dieron el nombre de “idish broadway”.

En el exterior del hoy desmantelado restaurante, se describían algunas de sus especialidades en un entorno marcado por la presencia de mucho aluminio y grandes letras que simulando ser del alfabeto hebreo anunciaban el nombre del local.

Entrando se descubría una pequeña colección dedicada a actores y artistas de origen judío y dando una pequeña vuelta por entre las mesas, por el lado derecho de la entrada, se llegaba a un salón de menor tamaño, que ofrece mayor privacidad a quienes ocupan alguna de las cerca de diez mesas que hay allí. Este salón tiene como particularidad la decoración de sus muros, con afiches, recortes, fotos y otros elementos, fundamentalmente relacionados con la actriz idish Molly Picon. Un ícono de la cultura judeo-norteamericana.

Cuando llegaban los latinos, los sábado alrededor de las 11, encontraban preparada allí, una mesa doble en la que podían sentarse con bastante comodidad. Con ellos, la mesa iba llenándose de vasos con jugo de manzana, cerveza, café, y los reputados sándwiches de pastrami, que alcanzaban para dos, pepinos, arenque, bagels, etc. En invierno, cuando el frío parecía traspasar los gruesos vidrios del local, la sopa de matzot era la tradición. Otro de los favoritos era el pescado ahumado, especialmente para el chileno, que según decía le recordaba Puerto Montt.

El hijo del dueño era uno de los que los atendía, y tenía la particularidad de saludarlos diciendo con pésima pronunciación, “Se habla español, compañeros”:

Hecho el pedido, él se iba y la conversación se iniciaba comentando alguna noticia reciente, o un nuevo rumor lanzado por algún diplomático díscolo. Siempre, y al cabo de no mucho rato, se llegaba a un punto en la conversación en el que con las bocas llenas, se demostraba o acordaba que los vientos estaban cambiando y que era claro el avance del proceso revolucionario en toda la región y que los EEUU tendrían que aceptar que la revolución se expandiera y se instalara en su propio jardín.

También ocurría, por lo general al inicio de la tercera ronda de bebidas, en que la organización de las revoluciones, la distribución de las armas y ministerios, así como la conformación de alianzas multinacionales entre los movimientos representados, daba paso a nuevos rumbos en la conversación: alguien había cruzado a Woddy Allen mientras caminaba hacia allí o se había topado con Lennon en medio de Central Park, etc. De ahí en más quedaba abierto el camino para nuevas historias, cuentos de hombres que, solteros o casados, encontraban nuevos amores en las calles numeradas de la gran manzana.

La revolución tornaba en revolcón y semana tras semana, las historias adquirían mayor profundidad y detalle. Ya no importaba lo poco verídico que pudieran resultar, la amistad inquebrantable de los pueblos americanos era lo más relevante.

Alguno comentaba respecto de lo sencillo que resultaba levantarse a una gringa durante un encuentro de solidaridad o cómo ser “sudaca” ejercía un atractivo especial entre las estudiantes de su carrera. No era lo mismo ser portorriqueño de Harlem que sudamericano de verdad.

Cuando llegaba el momento de irse, algunos terminaban la conversación haciendo recomendaciones sobre un restaurante al que habían ido o del que habían escuchado. Lombardi’s en Little Italy era uno de los favoritos de los rioplatenses, mientras que otros apenas si podían salir de sus casas que era su refugio de estudios.

Pese al alto grado de familiaridad que parecían haber alcanzado, nunca se invitaban a las casas. Eso hubiera sido eliminar una de las medidas de seguridad importantes que tenían estas reuniones. En sus casas aparecían con sus nombres y apellidos verdaderos.

Ernesto, Luis, Rodrigo, José nunca se llamaron así. Por eso sonaba divertido cuando llegada la primavera se iniciaba oficialmente el fútbol matinal que hacía de preliminar al “brunch”. Se incorporaban otros jugadores que descubrían que a José Pablo le llamaban Luis, o a Martín que le llamaban Ernesto.

Al cabo del primer año ambos mundos conocían dos formas de llamar al mismo personaje, conocían donde iban, muchas veces con quién dormían, pero desconocían apellido y dirección.

Solo se juntarían, lloviera o nevara, en este restaurante.

El fin de los estados dictatoriales en sus respectivos países, así como el término de sus programas de postgrado y por cierto las becas asociadas, el grupo se fue diezmando y terminó por desaparecer. Nadie dijo adiós, nadie se despidió, simplemente se fueron todos, uno a uno.

Un día –muchos años después- sonó el teléfono de la nueva oficina de uno de ellos. La secretaria contestó con el mismo tono de siempre:

- Subsecretaría de Hacienda, buenos días.
- Él está ocupado, es su primer día
- Bueno, déjeme ver, un momento por favor

Ella dejó el teléfono y se acercó a la puerta de la oficina de José Pablo Ruz, quien leía en internet la noticia del cierre definitivo del “second avenue deli” de Nueva York, y le dijo,

- Don Juan Pablo, lo llaman del Consulado de Argentina, me dicen que le diga “ Luis, te llama Ernesto, el del café de Nueva York”.

José Pablo sonrió y se miró al espejo. Qué lejos estaba ese tiempo…

- aló…

Le Procope


Estabas tan bella. Te habías vestido de negro pero el foulard que compraste te llenaba de color el cuello. Tenías un brillo tan especial que los ojos no sobresalían como otras veces.

Estabas sentada frente a mí con una copa de vino bordeaux.

El mozo llegó a la mesa con dos enormes platos que vinieron a ubicarse frente a nosotros. Cruzamos las miradas cuando nuestros ojos siguieron el movimiento de los platos, bajando lentamente hacia la mesa.

Al parecer nos tomó el mismo tiempo mirar cómo iban siendo depositados en la mesa, el mismo tiempo en mirar sus contenidos y levantar la vista, pasando desde nuestro plato a aquel del compañero del frente y luego seguir hasta que ambas miradas quedaron enfrentadas.

Creo que yo sonreí primero, y tu me seguiste con disimulo. Nos costó tanto pronunciar el nombre de las entradas en francés, nos pareció tan largo el tiempo que nos tomó hacerlo, que ahora –al ver los platos- estamos seguros que el Chef tiene muy buen humor. Parece que mientras más largo es el nombre, menor es el contenido. Y mayor el precio…

Los platos son blancos con un borde azul marino y una pequeña orla dorada. En mi caso, el blanco resalta una pequeña canasta de masa filo ubicada casi al centro, dentro de la cual su hay un tomate cherry dividido en dos, una base de caviar y una cola de camarón que no llama la atención por su tamaño. En el tuyo, una hoja de endivia hace las veces de cuchara o receptáculo de una pequeña porción de algo parecido al guacamole, sobre le cuál lucía un cubo de 1x1x1 de carne pescado blanca, decorado con dos o tres huevitos de esturión.

- bon appetit, escuchamos y
- merci, respondimos.

Describir el resto de la comida tendría el mismo efecto que el menú. Muchas palabras para tan poca consistencia, pero estábamos en el Procope, y los años del local, y el estar en el medio de Paris cambiaban las proporciones.

Lo más contundente fue la cuenta y me alegra –aún hoy- que corriera por cuenta de la compañía.

El trayecto al hotel se nos hizo largo, estabas alucinada descubriendo Paris, no parabas de mirar todo, incluso los carteles azules que tienen el nombre de las calles y esa palabra impronunciable “Arrondissement”, que es la forma en que se dividen las ciudades en Francia. Caminando me pediste que te abrazara, te cobijaste en mí, y la calle parecía hacer rebotar nuestros cuerpos, como si en Paris existiera otra gravedad.

Nos besamos como recién casados en el metro entre St. Michel y St. Sulpice. Y el hotel nos brindó el plato fuerte del menú. Y te dije te quiero, y me besaste una vez más. Nos amamos como nunca y como siempre.

Hoy sueño con que sea así. Que no quede como un deseo, un sueño, una expectativa.

martes, 31 de julio de 2007

El camino


Las investigaciones habían sido concluidas mucho antes de dar con el cuerpo de Gaby en un oscuro bosque en las afueras de Bruselas. A su familia ya le había tomado mucho tiempo darla por desaparecida e intentar dar con alguna pista que permitiera llegar hasta su paradero.

Sin embargo, su historia es simple.

Hace un año, en cuanto le entregaron los papeles que acreditaban su condición de europea, Gabriela sacó la plata que tenía ahorrada en el banco –algo menos que los dólares que atesoraba en sus libros más queridos-, vendió unas cuantas pertenencias que le serían inútiles en adelante y se fue a Madrid.

Ella siempre supo que Isidro –patrono de la ciudad- le protegería en su puerta de entrada al viejo continente.

Se fue con el pelo corto, con el mejor abrigo que encontró y una mochila en la que puso ropa para tres días. Hacía meses que tenía todo calculado. Intentaría hacer durar sus mudas de ropa cuando se pudiera y con eso tendría casi cubierta la semana. No quiso despedidas, sólo un abrazo antes de tomar el bus que la llevaría al aeropuerto.

Dos días después llegó un mail que envió desde un servicio de internet gratuito. “Llegué bien, estoy feliz”.

Aunque periódicamente enviaba escuetos comunicados, muchos de los cuales ni siquiera definían de dónde venían, el envío de estos se fue distanciando, y su familia dejó de esperarlos.

No volvió a leer la prensa de su país, tampoco volvió a abrir su cuenta de Messenger y según supimos después, aparentemente abrió otra cuenta con el nombre de libertad scape.

Gaby se dedicó a viajar y aunque su única amiga le enviaba largos correos, ella sólo contestaba, “estoy bien, muy bien”.

A veces en trenes, a veces en micros, en el popular auto-stop, siempre cuando sentía que la ciudad la había hecho suya, lavaba sus ropas, armaba la mochila y partía. Nunca con rumbo definido.

No necesitaba mucho para vivir y por lo general encontraba un lecho, agua caliente y un lugar de abrigo. Vendía sus dibujos de arquitecta en formación y siempre le alcanzó para comer, a veces incluso un poco mejor.

Y un día conoció a Ian. Se lo encontró. Y fue él quien inspiro el inicio de una seguidilla –pero igualmente espaciados- mails, en el que Gaby se mostraba más feliz que nunca. “Nunca imaginé que podría estar tan bien”.

Lo vio caminando por el borde de un camino con su cara de adolescente inglés, a pocos kilómetros de Annecy, la cuidad-lago del sudeste de Francia. Luego se lo topó saliendo de la ducha que pagó en el camping que está al borde del lago. El esperaba el turno siguiente.

La piel mate de Gaby, su pelo castaño un poco más largo ya y sus ojos color aceituna derritieron al irlandés. La tez alba, casi transparente y sus ojos de niño hicieron el resto con ella.

Cuando Ian salió de la ducha, recién afeitado, sus ojos parecían brillar con mayor intensidad, y Gaby pensó que era demasiado joven para ella. El sol reflejado en el pelo recién lavado de ella producía una aureola mágica, como si diera vida a su aura.

Se miraron y siguieron su camino hacia el centro de Annecy.

Dicen que la vieja ciudad de Annecy provoca el amor. Que mientras cruzas los puentes de piedra, rodeados por maceteros llenos de flores, relajas las barreras racionales y todo en ti es emoción. Gaby recorría la ciudad maravillada, no se imaginó nunca que pudiera haber algo parecido a Venecia en el sur de Francia, con calles que en realidad son ríos, con galerías de arcos medievales, con puentes peatonales que unen las esquinas. Caminando, vio a Ian saliendo de una cabina telefónica y luego acelerando el paso se perdía en alguna de las calles.

Se lo encontró de nuevo unas horas después. Gaby compró un yogurt y una botella de agua y se fue a comer a un parque donde ya había encontrado descanso el irlandés. Ahí estaba, torso desnudo, sentado en el pasto con la espalda apoyada en el trono de un arbol. Verlo así reforzaba aún más la imagen de niño entrando en la adolescencia.

Gaby no resistió más y acogió el esfuerzo que hacía el destino al juntarlos por tercera vez. Se sentó a su lado sin decir nada, apoyó su cabeza en el hombro musculoso aunque juvenil del varón y se sintió niña de nuevo. Perdió la fuerza y la seguridad. Cuando él en silencio pasó una mano por entre sus cabellos, ella sintió que entregaba su libertad.

Pasaron horas, o minutos que parecieron horas, antes de que se escucharan decir algo.

Por primera vez en años, ella se sintió entregada, como perdiendo propiedad sobre si misma. El encontró una compañía que atesoró.

Cuando empezaba a caer la tarde, ella dijo “tengo sed”, algo que él no entendió, pero al verla pararse, la siguió.

Entraron a una “boulangerie”, compraron un gigantesco “Pan bagnat” y dos aguas sin gas. Se sentaron en un banco al costado de un puentecito solitario y degustaron ese sándwich jugoso de tomate y atún.

La mayoría de las veces sobraban las palabras, sólo bastaba el abrazo, un cariño, para sentir que sus vidas se llenaban de amor. Los muros siguieron cayendo y se descubrieron besándose en el foyer de un edificio de piedra, con ella apoyada en los primeros escalones de una ancha escalera de caracol. Caminaron de vuelta al camping, compraron un nuevo turno de ducha y se amaron allí.

Ella despertó al otro día con un sol que llevaba horas alumbrando, con la sensación de saciedad, de sentirse completa. El la tomó de la mano, asieron sus mochilas y partieron.

En el sobre que nos entregaron, hay fotos de ellos en Lyon, tomando un micro a Estrasburgo, en una cabina telefónica en Munich, subiendo a un barco que los llevó hasta Coblenza por el Rhin.

Sin la necesidad habitual de saber la historia del otro, ambos parecían felices, parecían no necesitar más que el presente para vivir. No había origen, ni futuro ni plan. Había un aquí y ahora tibio, había un abrazo firme y nada más.

- te quiero, intentó decir él un día.

Ella con una mano no le dejó hablar, él le besó los dedos, ella bajó la mano acariciando el mentón y luego el pecho, el cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, levantó una mano y con ella rozó la mejilla de Gaby que lloraba, como en su primera vez, el bajó la mano por el hombro acariciando lentamente. Ella apoyó nuevamente la cabeza en su hombro y él la abrazó, como para impregnarse de ella, como para no dejarla ir nunca más.

No había nada, nada a su alrededor.

Un día caminando por Lieja (Liège) en Bélgica, ella lo percibió incómodo, aunque intentara disimular, sus músculos (que ella ya conocía a la perfección) no estaban sueltos como siempre. Ella se asustó pero no preguntó. Tal vez imaginó que el final del sueño estaba próximo a terminar, ¿de que huyes? Quiso preguntar. ¿y a qué le huyo yo? Se dijo. Contigo solo quiero estar. No quiero ni el estuve ni el estaré.

La última vez que lo vio fue en una tele, seis meses después de que desapareció. La noticia lo sindicaba como un peligroso terrorista irlandés. Sus ojos ya no tenían el brillo de antes y habían perdido la inocencia que ella había conocido en ellos. Ella no lloró. La imagen que vio en la televisión no era la de él.

Ella llegó a Bruselas dos días antes de la gran nevazón. La noche del día en que empezó a nevar, cuando no hacía tanto frío como el día anterior, ella entró a una farmacia en busca de pastillas para dormir. Se internó en el bosque y allí se quedó.

Allí la encontraron cuando el invierno cedió. Ojos cerrados, azul, los puños apretados y una sonrisa que aún nadie descifró.

jueves, 5 de julio de 2007

Tape à l'oeil

Entré a este café cerca de Arcos y Cuba, como hago a veces cuando voy a la peluquería, y elegí cuidadosamente la mesa. Como siempre. Me senté de espaldas a la pared, cerca del ventanal que da a la calle.

Puse sobre la mesa blanca mi cuaderno de trabajo, mi encendedor y los cigarrillos. Pedí mi ristretto, un vaso de soda y me puse a esperar.

En este café se arma y desarma la vida –como en todos los café- se escribe, se discute, se lee y se habla. Se decide sobre futuros y se cierran pasados, se especulan nuevas aventuras y se comentan las de ayer. Aquí se arman y desarman parejas, y se lee el diario gratis.

Hoy entró una mujer, despampanantes 70 años, elegante, el cuerpo visible con un suave y cuidado tostado, un abrigo fino de lana de camello, y joyas sutiles. Se permitió un cortado con medialunas –de manteca- , lo edulcoró haciendo con sus manos un delicado ballet, lo revolvió suave y con tiempo.

Mi café se enfriaba y no podía dejar de mirar. No sabría cómo describírtela más, pero estoy seguro habrás visto a alguien así.

Cuando se supo observada sacó una cajita de la cartera, se miró a un espejito y sonrió satisfecha. No como lo hacemos nosotros, sólo una ligera mueca le bastó.

Fue tanta la devoción que no me di cuenta cuando entró un hombre también mayor, bien parecido, pelo cano, raleado, con esas profundas entradas que da la sabiduría de los años vividos. Ojos verde esmeralda. Brillaban tanto que podías distinguirlos desde lejos.

Sólo mirando con mucho detalle se podía ver que el hombre compartía conmigo la observación de la mujer. Convengamos que la mía era una mirada más “científica” mientras que la suya mostraba otro tipo de interés.

Sentí que Sofía –así la llamaré por Sofía Loren- hizo un mínimo ademán mostrando su grata satisfacción al verse o sentirse punto de atracción de dos seres tan distintos. Iba a encender un cigarrillo cuando recordé que ya no se puede fumar aquí.

Sofía alargó el café, bebió lenta su soda extendiendo la experiencia o tal vez bailando a su manera la danza de la seducción. Marcello –así también lo apodé- se dio cuenta del juego y sin demasiado aspaviento, se arregló la camisa primero, dobló los puños después. Miró la hora, sin mirar, sólo para generar el movimiento ancestral a través del cual se puede apreciar la elegancia verdadera, de la cuna, y reclinó la silla hacia atrás.

¿Me estaba provocando?

Esta pareja no era totalmente casual –me dije- había una danza aparentemente ensayada, como la de los pavos reales cuando extienden su cola emplumada. Yo sentía algo en ellos que me parecía involucrar. Casi podía adivinar –o soñar- sonrisas, señas, sin que hasta hoy pudiera afirmar que de eso se trataba.

Pasaba el rato y cuaderno, cigarrillos y encendedor seguían ahí. Me decidí a tomar el café que estaba deliciosamente frío. Me tomó un segundo desviar la vista del espectáculo para asir la taza, tiempo que pudo permitir una señal. A los pocos segundos, la dama abrió su cartera, sacó con clásica elegancia el billete para pagar. Desde donde estaba casi pude percibir el roce del billete en el fino cuero que lo cobijaba. Lo dejó, se levantó y se dirigió a la puerta del local. Al girar para salir quedó frente a mí y desde allí, me dirigió un pícaro guiño. Me estremecí. Me atraganté. Me ruboricé.

Todavía no volvía en mí, y desde la sorpresa vi cuando Marcello hizo lo mismo, ahorrándose por cierto el guiño y saliendo en sentido contrario a la mujer.

Desde mi torpeza, sorpresa y confusión me quedé allí, lleno de preguntas, pero con la dulce sensación de haber recibido un regalo. Un momento único. Irrepetible.

Ayer en el super que está a una cuadra de allí, vi a Sofía comprando fruta, sentí a metros su delicado perfume y tomé fuerzas para acercarme. Hacia allá iba con el firme propósito de agradecer el momento, cuando de atrás de un pilar, apareció Marcello con la bolsa de uva en sus manos. Y allí quedé. Petrificado. Avergonzado. Ridiculo.

Sofía me miró y comprendió todo, esbozó con elegancia una sonrisa y continuó.

Yo corrí. Corrí. Lejos de ahí.