viernes, 31 de agosto de 2007

¿Estaremos juntos hasta la primavera?


Soli d'inverno è cosa da morire!
Soli! Mentre a primavera
c'è compagno il sol!
(La Bohème – Puccini)


Hace frío en la ciudad, un frío que cala profundo en el cuerpo y hace visibles o sensibles nuestros propios huesos.

Se está acabando el mes de agosto y toda la ciudad parece aguardar con ansias el fin del invierno,

Para Ariel ha sido ha sido lejos su invierno más frío. Por fuera, por dentro, en el corazón.

A mirarlo allí, sentado en el banco de una plaza, lanzando con desgano algunas migajas de pan, parecería una estatua más de no mediar un escaso movimiento. Tiene los ojos vidriosos, demasiado húmedos y aunque mira, la verdad es que ya no ve.

Pasa horas allí, haciendo que pase el tiempo y perpetuándose en aquellas sucias aves urbanas que ayuda a alimentar.

Hace un año era un exitoso empleado de una multinacional de la tecnología, llevaba por el mundo un pecho ancho repleto de futuro. Aunque no era particularmente expresivo de su situación, por donde pasare iba dejando el pegajoso aroma a éxito.

Ahora lo ha perdido todo. Su último recuerdo es de aquel día en que perdió lo último realmente valioso que le quedaba… las ganas. No hay mucho que contar respecto del còmo fuero sucediendose los hechos, pero la caída fue más brusca de lo que cualquiera pudo alguna vez imaginar.

Primero el abandono de una novia respecto de la cual durante meses se vanaglorió de carecer de todo sentimiento de dependencia. Ariel no creía que su unión fuera profunda y se jactó de su libertad.

Pero ella se fue después de una discusión banal.. Y durante días el aseguró que se trataba de algo pasajero. Nos va a hacer bien, pensaba. Estaba tan tranquilo que en restaurantes se daba el gusto de coquetear alegre con chicas de otras mesas.

Ese primer fin de semana solo, en medio de dudas decidió llamarla, estaba incluso dispuesto a disculparse si era necesario, la quería cuanto antes junto a él; no quería estar solo el sábado a las doce de la noche. No quería llegar al boliche sin ella.

Pero nadie contestó sus llamadas, nadie respondió sus mensajes.

En su burbuja de orgullo, Ariel estaba tan seguro que llegaría, que se duchó, eligió la ropa con gusto y se preparó. Vestido sacó algo de jamón, queso, unas semillas, dos copas y el vino blanco del frío. Puso música y espero. Despertó a las tres, vestido, con la botella a medias en la mano.

No volvió a salir del departamento mientras ella no llegara le dijo un día al jefe cuando lo llamó. Y el desgaste cuesta abajo nunca más paró. Como ya se dijo, fue perdiendo todo. Todo. Y se olvidó. Perdió memoria y futuro. Se quedó con un presente sin juicio, un presente de foto, solo pasa lo que se ve.

Una vida hecha de fotogramas que sólo unidos y a cierta velocidad muestran algún movimiento.

En ese momento, y caminando sin rumbo, descubrió la plaza en la que ahora está. Entonces sus ojos se llenaron de verde y el verde se fue haciendo amarillo.

Alertada por amigos, ella lo miró un día desde un auto. No tuvo fuerzas para bajar. Ese ya no era él. Se fue con el cuerpo lleno de culpa y nostalgia. Pero se fue. Y no quiso volver.

Se acaba el mes de agosto y esperamos que se acabe el frío. Ariel espera que se acabe el día. Ya no estará en primavera.

Los plátanos


Habían plantado plátanos en el patio trasero de la casa y cuando crecieron no fueron los árboles que esperaban. El fruto nunca apareció, las alergias si. Pero la sombra era agradable en verano. Por eso los árboles siguieron ahí.

En esos veranos, cuando caía la tarde y estaban solos, no era raro que él la abrazara por la espalda y terminaran haciendo el amor allí, en medio del jardín. Ella aceptaba el abrazo, girando se unía en un beso y sentándose en su regazo se amaban lenta y calurosamente.

El perro nunca entendió los movimientos, gemidos y olores, y ladraba nervioso. Carlos decía que el perro estaba caliente y eso volvía aún más loca a Emilia.

Cuando la tradición aún se construía, los árboles no alcanzaban tamaño suficiente para cubrirles por completo. Pero en aquellos años, la juventud de la pareja y cierto descaro eran más fuertes que cualquier temor.

Con los años, los árboles y su poder cobertor fueron creciendo y el amor continuó. Las hojas cayeron y volvieron a crecer, las canas aparecieron y el pelo cayó, pero no hubo verano que no conociera aquel amor.

El perro fue el primero en morir, los dejó después de las largas lluvias otoñales a las que siguió un frío peor.

Un día, después del amor, aún aturdidos de feromonas y otros aromas, ella le preguntó:

- ¿podremos amarnos siempre así?
- Lo haremos hasta el verano anterior a que alguno de los dos muera.
- No hables de eso, por favor, que me da frío.
- Y por eso lo haremos siempre como si fuera la última vez, como siempre, como hoy.

Y ella apoyó la cabeza en su pecho.

lunes, 27 de agosto de 2007

Buscando


Dicen en la ciudad que hace algunos años, las parejas se conocían en fiestas de clase homogénea, reuniones políticas, religiosas, en las playas y clubes, etc. Círculos afines que ofrecían la seguridad de compartir ciertas creencias básicas.

Con el tiempo, los espacios de creencia común han ido desapareciendo o su importancia se ha ido reduciendo: ¿será porque apenas si tenemos tiempo de creer y soñar?.

Hoy lo que se usa es vivir al día, disfrutar cuanto se pueda el presente. Y ni la fe ni la política parecen tener espacio.

Yo que estoy en edad de merecer, aún vivo en el mundo de la política y la religión, y eso me toma el tiempo que otros dedican a buscar, encontrar o seleccionar pareja. Pero no puedo quedarme abajo mientras parece dejarme el tren, por lo que me inscribí en un curso de baile y terminé bailando con el profesor; aunque soy moderno, bailar con otro hombre no es precisamente lo que buscaba y cansado del baile, pensé en los gimnasios como un espacio de conversación.

Recorrí sedes y horarios, maquinas y spinning, natación y aeróbica, y sabes qué: nada. No puedo decir que todo haya salido mal. Hay casadas insatisfechas que parecen oler mis hormonas revolucionadas. No lo pasé mal, pero no era lo que buscaba.

Cómo decirte. Busco una compañera. Una mujer que disfrute lo que disfruto, que se dé el tiempo que me doy, una amiga, una pareja. No sólo quiero cama: Quiero corazón. Como dice el cubano, “carne y deseo tambien”.

Me metí a yoga sólo para probar, y de nuevo, no lo paso mal, pero me rindo a la evidencia: no es lo mío.

Y así. No quiero aburrirte con las cosas que he intentado, con las veces que me quedé con ganas de conversar, y las veces que hubiera preferido no hacerlo. Parece no haber remedio para mi suerte. O mi mala suerte. Quizás sea por eso que tantos se juntan, se casan, se separan. Quizás sea porque sea muy poco lo que realmente compartan.

Así, hay pocas cosas que me quedan por hacer, y por eso ahora me dio por escribir. Por escribirte. Por eso me vine a este café; porque en sus mesas he leído mis diarios mientras el tiempo pasa. Porque aquí está el aroma que me gusta, porque aquí me conocen y no tengo nada que aparentar. Porque dependiendo de la hora del día, veo los solteros, los separados, los de desayuno largo, los desocupados, o los que como yo, simplemente, vienen a buscar inspiración.

El escritor dejó flotando esa frase. Siempre le es difícil comenzar después de palabras como esas. Entonces hizo una seña al barman, tomó su taza y se instaló en la terraza. Encontró la última de las pocas mesas aún destinadas para fumadores. Hurgó sus bolsillos, sacó la cajetilla de papel blando, tomó un pitillo haciendo pinzas con dos dedos y lo fue retirando lenta y delicadamente del envoltorio, haciendo sentir en las yemas de sus otros dedos la frotación del cigarrillo con el papel.

Pasó el cigarrillo frente a su nariz, al tiempo que llenaba los pulmones de aire aromado, por el lado del filtro dio tres golpes sobre la mesa para compactar el tabaco en su interior. Lo llevó a la boca lentamente, disfrutando como pocas veces el momento, encendió un cerillo y lo acercó.

En las décimas de segundo que demoró, una presencia, casi una alucinación, una mano de mujer y una voz:

- tienes fuego por favor?

martes, 14 de agosto de 2007

El dia trece


Podría ser un lunes cualquiera, pero hoy es trece, trece de agosto.

Escribo ahora, a las 8:35 de la mañana, mientras mi alma se separa del cuerpo y mis ojos aún abiertos ven humo, vidrios rotos y gente acercándose.

Luego del gran estruendo se hizo un silencio extraño. Es cuando pones el “mute” en el televisor, o en el equipo de música. Es como la ausencia de ruido artificial, pero en el cual se mantiene un zumbido subterráneo, profundo, y aparecen cosas que antes parecías no escuchar. Lo que queda es el silbar del radiador y la queja del chofer.

Veo o percibo gente acercarse a este grupo de hierros retorcidos que es el resto del auto en el que viajaba. Oigo los primeros ruidos en la forma de pasos y la agonía del tachero.

Tengo miedo a intentar moverme. No es que sienta algún dolor –es demasiado pronto para eso-, tengo miedo de no poder moverme.

Aparecen unos ojos en el espacio que hay a mi derecha, hay una mirada a la vez temerosa y compasiva. Eso me asusta aún más. Cierro los ojos. Empiezo a imaginar cosas o recordar.

Tomé el taxi como todos los días y el auto se fue por Campos hacia Santa Fe. A la altura de Olleros, un micro que venía por el frente acarreando gente a toda velocidad en dirección opuesta a la mía, reparó muy tarde que un auto en segunda fila frenaba para doblar. Al ver que era imposible frenar, su chofer dio un golpe de timón brusco hacia las pistas que llevan el transito en el sentido contrario, en el sentido en que ibamos mi taxi y yo. Creo que dije cuidado y ayudé a despertar a mi conductor quien dio el necesario golpe de volante para alejarse del micro que alcancé a ver precisamente de frente.

El impacto que sentí no fue tal. Aún puedo escribir. Pero no puedo evitar pensar qué hubiera pasado si no se hubiera podido evitar.

Estaría sangrando en medio de los hierros. Estaría viendo esos ojos por la derecha de mi hombro, escucharía morir al tachero y estaría cerca de morir también yo.

Por eso estoy ahora aquí. Estoy en mi refugio, en mi café. Estoy metiéndome cafeína y azúcar. Esperando que el alma me vuelva al cuerpo.

lunes, 6 de agosto de 2007

Latinos en Nueva York



Hay una historia que se cuenta en círculos privados respecto de un grupo de cinco o seis latinos que durante casi dos años se juntaba para el brunch sabatino en un restaurante judío de Nueva York.

El “2nd avenue deli” había sido inaugurado a mediados de los cincuenta por quienes los parroquianos conocieron como Abe, un ucraniano sobreviviente del holocausto, y estaba ubicado en la segunda avenida –como su nombre lo indica- en la esquina con la décima, en las cercanías del East Village. Esta zona alberga también otros restaurantes de este tipo y teatros que en algún momento del siglo pasado le dieron el nombre de “idish broadway”.

En el exterior del hoy desmantelado restaurante, se describían algunas de sus especialidades en un entorno marcado por la presencia de mucho aluminio y grandes letras que simulando ser del alfabeto hebreo anunciaban el nombre del local.

Entrando se descubría una pequeña colección dedicada a actores y artistas de origen judío y dando una pequeña vuelta por entre las mesas, por el lado derecho de la entrada, se llegaba a un salón de menor tamaño, que ofrece mayor privacidad a quienes ocupan alguna de las cerca de diez mesas que hay allí. Este salón tiene como particularidad la decoración de sus muros, con afiches, recortes, fotos y otros elementos, fundamentalmente relacionados con la actriz idish Molly Picon. Un ícono de la cultura judeo-norteamericana.

Cuando llegaban los latinos, los sábado alrededor de las 11, encontraban preparada allí, una mesa doble en la que podían sentarse con bastante comodidad. Con ellos, la mesa iba llenándose de vasos con jugo de manzana, cerveza, café, y los reputados sándwiches de pastrami, que alcanzaban para dos, pepinos, arenque, bagels, etc. En invierno, cuando el frío parecía traspasar los gruesos vidrios del local, la sopa de matzot era la tradición. Otro de los favoritos era el pescado ahumado, especialmente para el chileno, que según decía le recordaba Puerto Montt.

El hijo del dueño era uno de los que los atendía, y tenía la particularidad de saludarlos diciendo con pésima pronunciación, “Se habla español, compañeros”:

Hecho el pedido, él se iba y la conversación se iniciaba comentando alguna noticia reciente, o un nuevo rumor lanzado por algún diplomático díscolo. Siempre, y al cabo de no mucho rato, se llegaba a un punto en la conversación en el que con las bocas llenas, se demostraba o acordaba que los vientos estaban cambiando y que era claro el avance del proceso revolucionario en toda la región y que los EEUU tendrían que aceptar que la revolución se expandiera y se instalara en su propio jardín.

También ocurría, por lo general al inicio de la tercera ronda de bebidas, en que la organización de las revoluciones, la distribución de las armas y ministerios, así como la conformación de alianzas multinacionales entre los movimientos representados, daba paso a nuevos rumbos en la conversación: alguien había cruzado a Woddy Allen mientras caminaba hacia allí o se había topado con Lennon en medio de Central Park, etc. De ahí en más quedaba abierto el camino para nuevas historias, cuentos de hombres que, solteros o casados, encontraban nuevos amores en las calles numeradas de la gran manzana.

La revolución tornaba en revolcón y semana tras semana, las historias adquirían mayor profundidad y detalle. Ya no importaba lo poco verídico que pudieran resultar, la amistad inquebrantable de los pueblos americanos era lo más relevante.

Alguno comentaba respecto de lo sencillo que resultaba levantarse a una gringa durante un encuentro de solidaridad o cómo ser “sudaca” ejercía un atractivo especial entre las estudiantes de su carrera. No era lo mismo ser portorriqueño de Harlem que sudamericano de verdad.

Cuando llegaba el momento de irse, algunos terminaban la conversación haciendo recomendaciones sobre un restaurante al que habían ido o del que habían escuchado. Lombardi’s en Little Italy era uno de los favoritos de los rioplatenses, mientras que otros apenas si podían salir de sus casas que era su refugio de estudios.

Pese al alto grado de familiaridad que parecían haber alcanzado, nunca se invitaban a las casas. Eso hubiera sido eliminar una de las medidas de seguridad importantes que tenían estas reuniones. En sus casas aparecían con sus nombres y apellidos verdaderos.

Ernesto, Luis, Rodrigo, José nunca se llamaron así. Por eso sonaba divertido cuando llegada la primavera se iniciaba oficialmente el fútbol matinal que hacía de preliminar al “brunch”. Se incorporaban otros jugadores que descubrían que a José Pablo le llamaban Luis, o a Martín que le llamaban Ernesto.

Al cabo del primer año ambos mundos conocían dos formas de llamar al mismo personaje, conocían donde iban, muchas veces con quién dormían, pero desconocían apellido y dirección.

Solo se juntarían, lloviera o nevara, en este restaurante.

El fin de los estados dictatoriales en sus respectivos países, así como el término de sus programas de postgrado y por cierto las becas asociadas, el grupo se fue diezmando y terminó por desaparecer. Nadie dijo adiós, nadie se despidió, simplemente se fueron todos, uno a uno.

Un día –muchos años después- sonó el teléfono de la nueva oficina de uno de ellos. La secretaria contestó con el mismo tono de siempre:

- Subsecretaría de Hacienda, buenos días.
- Él está ocupado, es su primer día
- Bueno, déjeme ver, un momento por favor

Ella dejó el teléfono y se acercó a la puerta de la oficina de José Pablo Ruz, quien leía en internet la noticia del cierre definitivo del “second avenue deli” de Nueva York, y le dijo,

- Don Juan Pablo, lo llaman del Consulado de Argentina, me dicen que le diga “ Luis, te llama Ernesto, el del café de Nueva York”.

José Pablo sonrió y se miró al espejo. Qué lejos estaba ese tiempo…

- aló…

Le Procope


Estabas tan bella. Te habías vestido de negro pero el foulard que compraste te llenaba de color el cuello. Tenías un brillo tan especial que los ojos no sobresalían como otras veces.

Estabas sentada frente a mí con una copa de vino bordeaux.

El mozo llegó a la mesa con dos enormes platos que vinieron a ubicarse frente a nosotros. Cruzamos las miradas cuando nuestros ojos siguieron el movimiento de los platos, bajando lentamente hacia la mesa.

Al parecer nos tomó el mismo tiempo mirar cómo iban siendo depositados en la mesa, el mismo tiempo en mirar sus contenidos y levantar la vista, pasando desde nuestro plato a aquel del compañero del frente y luego seguir hasta que ambas miradas quedaron enfrentadas.

Creo que yo sonreí primero, y tu me seguiste con disimulo. Nos costó tanto pronunciar el nombre de las entradas en francés, nos pareció tan largo el tiempo que nos tomó hacerlo, que ahora –al ver los platos- estamos seguros que el Chef tiene muy buen humor. Parece que mientras más largo es el nombre, menor es el contenido. Y mayor el precio…

Los platos son blancos con un borde azul marino y una pequeña orla dorada. En mi caso, el blanco resalta una pequeña canasta de masa filo ubicada casi al centro, dentro de la cual su hay un tomate cherry dividido en dos, una base de caviar y una cola de camarón que no llama la atención por su tamaño. En el tuyo, una hoja de endivia hace las veces de cuchara o receptáculo de una pequeña porción de algo parecido al guacamole, sobre le cuál lucía un cubo de 1x1x1 de carne pescado blanca, decorado con dos o tres huevitos de esturión.

- bon appetit, escuchamos y
- merci, respondimos.

Describir el resto de la comida tendría el mismo efecto que el menú. Muchas palabras para tan poca consistencia, pero estábamos en el Procope, y los años del local, y el estar en el medio de Paris cambiaban las proporciones.

Lo más contundente fue la cuenta y me alegra –aún hoy- que corriera por cuenta de la compañía.

El trayecto al hotel se nos hizo largo, estabas alucinada descubriendo Paris, no parabas de mirar todo, incluso los carteles azules que tienen el nombre de las calles y esa palabra impronunciable “Arrondissement”, que es la forma en que se dividen las ciudades en Francia. Caminando me pediste que te abrazara, te cobijaste en mí, y la calle parecía hacer rebotar nuestros cuerpos, como si en Paris existiera otra gravedad.

Nos besamos como recién casados en el metro entre St. Michel y St. Sulpice. Y el hotel nos brindó el plato fuerte del menú. Y te dije te quiero, y me besaste una vez más. Nos amamos como nunca y como siempre.

Hoy sueño con que sea así. Que no quede como un deseo, un sueño, una expectativa.