viernes, 1 de febrero de 2008

Los sabado de club

Hubo un tiempo que fue hermoso y ese tiempo un día se acabó. Ya no había días comunes o días normales en aquella época de este país. Los convulsionados setenta habían hecho su aparición y grandes masas migratorias seguían las rutas aún libres de dictaduras y persecuciones.

Ese sábado había sido un día como muchos como los que se vivían, pasamos el día divirtiéndonos en el club. Quizás porque la vida se mira distinta cuando tienes trece años y la lista de prioridades es otra, aunque sepas lo que pasa, tienes una mirada menos comprometida con los acontecimientos. Aún así, ya no éramos libres de verdad. Hablamos del fin de año, de cómo venían las vacaciones, de lo que creíamos sería nuestra vida el otro año. Daniel nos hizo cantar canciones de Sui Generis y el coro realmente se armó cuando entonamos las estrofas familiares de aquellas fábulas de amor que se iban desvaneciendo como pompas de jabón.

Luego los hombres armamos un partido de fútbol en el patio techado de piso de cerámica. El sol de diciembre se colaba por las planchas translucidas que se desparramaban entre aquellas de acero con el fin de proveer de luz natural a este gran espacio. Las chicas nos miraban, no sé si coquetas, y cuchicheaban mientras corríamos y gritábamos los goles. Yo tenía habilidades y el paso por Buenos Aires había mejorado mi técnica y visión de campo. La verdad es que no jugaba nada de mal. Y la pasaba bien, estaba entre amigos, me sentía protegido.

Hacía calor ese día de diciembre. Hacía calor y la vida se nos iba haciendo distinta. Ese año habíamos cambiado bastante. Nos sentíamos más grandes, los juegos eran distintos, y empezábamos a salir solos, íbamos al cine, manejábamos algo de dinero y organizábamos los primeros malones. Ese año nos habíamos descubierto hombres y mujeres.

Ese sábado fue pasando así, entre juegos y canciones, pasándola bien mientras el país se iba deshaciendo como aquellas burbujas. Mi padre estaba lejos y yo debo haberle echado de menos.

Adriana propuso una fiesta malón en su casa y todos aceptaron enseguida menos yo. Sabía que necesitaba telefonear, preguntar, negociar horas que siempre parecen pocas, más si la noche cae tarde cuando los días se hacen largos de estío.

Acordados los permisos, nos fuimos todos caminando en grupo. Juntamos plata, compramos bebidas y algo para comer. Los padres de Adriana tendrían pizza y no necesitábamos mucho más. El es arquitecto y su casa lo reflejaba; entretenidos recovecos, escaleras que llevaban a espacios divertidos, muchos libros y una gran claraboya en doble altura que nos ponía el cielo y las estrellas como techo cuando un ritmo suave nos hacía bailar lento y alguien apagaba la luz. La madre es psicóloga y ambos deben ser algo hippies. Sobre los muros blancos cuelgan ponchos y tejidos de intensos colores.

Los trece años, el verano, la humedad, la noche extremaban nuestras sensaciones provocando súbitas reacciones donde afloraban por igual las timideces y los deseos. Y seguimos bailando. Como siempre las canciones y el tiempo pasan más rápido cuando estamos bien. Si quería quedarme más tiempo debía llamar y renegociar, pero no desde allí, no desde la casa. No era seguro, ni el protocolo convenido.

Pero no había teléfonos públicos cerca ni restaurantes y me auto negocié unos minutos adicionales pero para prevenir cualquier olvido, avisé a los demás que me iba en poco rato. Marina que sabía que tomábamos el mismo micro me pidió salir juntos.

La conocía desde mi ingreso al Club. Debe haber sido la única que recuerdo tenía un apellido hispano. Sus facciones se me han desdibujado en la mente, pero puedo recordar la profundidad de sus ojos y la sonrisa.

La noche era muy agradable. Hacía calor pero no era el sofoco del día, corría un viento que era más que una brisa. Estábamos contentos y satisfechos del día que habíamos pasado. Esperamos juntos charlando aquel ómnibus. Se venían las vacaciones y teníamos ganas de volver pronto al club, de vernos de nuevo, juntarnos a vernos crecer. A querernos en grupo como nos queríamos.

Llegó el micro y nos fuimos de recorrido. El fresco entraba por las ventanas abiertas y levantaba los cabellos suaves de Marina. Me caía bien, era divertida y teníamos buena onda entre nosotros. Cuando jugaba al fútbol, tenía la impresión que e seguía su mirada. En ese momento suponíamos que no nos veríamos hasta marzo y ella me hablada de no hacer ninguna locura durante el descanso.

- Qué locura podría hacer?
- Enamorarte por ahí de alguien que no conoces
- No creo, de verdad lo veo difícil por allá.

El micro pasó delante del club y ya iba camino a nuestras casas. Cuando iba llegando a mi destino, le pregunté si quería que la acompañara hasta su casa que quedaba unas paradas más allá, pero no lo consideró necesario.

Me acerqué a ella para despedirme y ella que viajaba sentada, se levantó y me abrazó fuerte.

- No te olvides de nosotros y que te vaya muy bien, me dice al oído.
- No podría. En marzo les cuento cómo me fue. Les muestro las fotos.

Me volvió a abrazar, mientras el micro frenaba y abría las puertas para mí. Cuando estaba en el último escalón, ella alargó el brazo y me entregó un sobre.

- Para que te acuerdes…

Y el micro se fue dejándome con el sobre, una intriga y ciento cincuenta metros por caminar. Miré por última vez la parte de atrás del micro sin poder distinguir dónde iba Marina.

Caminé hacia la primera esquina con el sobre en la mano y el corazón que batía con intensidad. El cruce de las dos avenidas estaba muy iluminado y el transito era intenso. Mientras daba la luz para cruzar, abrí lentamente el sobre aprovechando el poste que estaba casi sobre mi cabeza. Saqué un papel doblado desde el interior, cortado en forma de pétalo, plegado decía “ábreme”, lo desplegué por primera vez y era algo parecido a un corazón que ahora decía “y descubre”, lo abrí completamente quedando un papel en forma de flor “lo muchísimo que te amo”.

Nunca habría imaginado eso de Marina. Ella me quería. Me amaba y no me había dado cuenta. Y me llené de aires y calor. Me sentí flotar mientras cruzaba la avenida. Cómo podría decirle que yo también la quería. Cómo pedirle que camináramos juntos y de la mano y nos diéramos un beso tibio en un parque por allí. Recordé su abrazo fuerte y el lento que habíamos bailado juntos. Me sentí bien y caminaba en el aire.

Mi primer amor se fue en ese micro y nunca la volví a ver. Yo demoré años en volver de ese viaje de dos meses y todo con el tiempo cambió. Aún así, me emociona encontrarme con ese chico que fui, darme cuenta de mis cambios y sentir más liviana la mochila.

4 comentarios:

Claudia d'Alençon dijo...

Está precioso, lindo! encanta.
otro! otro! otro!

Mare dijo...

Muy lindo Pavel, lo he disfrutado. Te mando un abrazo, y a ver si nos vemos pronto!

Anónimo dijo...

uy que lindo me encantó, cómo reflejas los sentimientos de los 13 14 años. Una ternura

Maísa Intelisano dijo...

No me imaginaba que fueras tan roántico, Pavel. Está muy lindo el cuento. Te felicito...