martes, 6 de noviembre de 2007

Eran ciento cincuenta


Inés empezó a leer la carta que le estaba dirigida, pero cuya intimidad había sido violada muchas veces durante la mañana:

Querida mamá Inés:
Hace casi dos años subí a bordo de un cayuco en una ciudad costera de Guinea. La embarcación que tenía un pequeño motor propio, fue transportada por un bote de pesca durante varios días y varias noches. A bordo del cayuco veníamos más de ciento cincuenta hombres, y yo era uno de los menores. Nuestras mujeres, nuestras madres y padres y nuestros hermanos se quedaron por allá. Durante años hicimos con mucho esfuerzo el ahorro necesario para pagar un viaje. Juntamos dinero en latas que escondíamos bajo tierra por el temor a los ladrones, a las milicias o a los militares. Con esa plata le pagamos a un hombre que vino a contarnos de la posibilidad de viajar a una tierra distinta, donde se vive distinto, se vive mejor, hay esperanzas.

En el cayuco en el que viajábamos descubrimos un día que habíamos sido abandonados a nuestra suerte por el bote. Durante la noche nos dejaron allí, sin un rumbo que seguir. En esos días y noches en los que nos turnábamos para tratar de ver una luz, un barco y pedacito de tierra donde llegar, murieron algunos de nuestros compañeros. Se nos fue acabando la comida y el agua, el calor parecía quemar nuestras fuerzas.

Hasta que un barco nos encontró y nos trajo hasta aquí, pensando que era el fin de nuestras penas.

…No puedo soportar la idea de ser expulsado y enviado de vuelta a mi infierno. Al lugar donde perdí gran parte de mi familia.

Mamá Inés, perdóname, pero simplemente no puedo.

Dos años antes, como todas las mañanas, Inés había despertado a sus hijos Ignacio e Iván, quienes a sus 14 y 16 años aún le parecían demasiado dependientes de ella. Había dejado el desayuno listo y sobre la mesita de la cocina antes de irse a duchar y vestir. Su rutina decía que el tiempo de maquillaje tendría que esperar la llegada a la oficina, más bien el estacionamiento antes de subir.

Saliendo de la ducha, un breve paso por las habitaciones de los niños. Ignacio ya estaba vestido; Iván remolcaba sueño y lagañas hacia el baño.

- vamos que de nuevo vamos a correr
- Iván, ¿a qué hora apagaste la compu? Hoy prohibido chatear después de la cena, que después no te levantas,
- ¿Puedes subirte los pantalones? ¡Qué pareces mostrando todo el bóxer, por favor hombre!

Les dejó frente al paradero de los micros y siguió camino a la oficina. Desde que los depositaba en esa etapa camino al colegio, Inés sentía un profundo alivio. Ya había cumplido su primer deber y el proceso había sido logrado a tiempo.

Sonó su celular y fue divertido verla hablar haciendo grandes gestos mientras la conversación era deglutida por el sistema manos-libres. Si no nos estuviéramos acostumbrándo a ese tipo de equipos hubiéramos dicho que hablaba sola como una loca. Como todos los días, con una puntualidad precisa y estudiada, su secretaria le organizaba la agenda.

Unos momentos después, mientras finalizaba el maquillaje en el estacionamiento del edificio donde está su oficina, Inés llama a los chicos para saber que ya habían entrado al colegio y por ende todo estaba bien, un beso, un cuídense y nos vemos a las seis.

Subir a la oficina, entrar al despacho y ver que de dos de sus asesores están ahí, haciendo guardia para revisar las principales carpetas. Hoy por la tarde se votarían los nuevos impuestos, hay que comentar el alza de precios del petróleo, bueno ya sabes ¿A quién le conviene más? Hay un tema con el atraso en la construcción de un colegio, bueno y la llegada de un cayuco.

- ¿De nuevo? ¿cuántos son esta vez?
- Más de ciento cincuenta, los que llegaron vivos…
- ¿Hay más detalles?
- Acá hay una carpeta con los recortes y la información confidencial de la policia.

Los asesores entregaron las carpetas y como todos los días se retiraron, luego que ella les agradeciera.

Ella tomó la carpeta del “cayuco” y empezó a revisar los recortes y las fotos. Este nuevo cayuco tendría unos 20 metros de eslora, en realidad parecía una gigantesca piragua, una embarcación demasiado feble e insegura para los ciento cincuenta que habían llegado. Un verdadero milagro-

- Quizás cuántos se habían embarcado. Pensó.

Una rápida revisión de la lista con demasiados nombres extraños. Según el informe policial no se sabía aún la nacionalidad del 100& de ellos, algunos venían de Senegal, otros de Gambia, Mauritania, Malí, Guinea. Todos inmigrantes ilegales que se arriesgaban en este tipo de transportes con el sueño de llegar a Europa, con el sueño de alcanzar una vida.

La Policía informaba que la gran mayoría había señalado que algunos habían muerto en ruta por la falta de agua o comida y que los cuerpos habían sido tirados simplemente al mar. No había registros escritos de ninguna especie. Los sobrevivientes eran enviados a dos hogares de acogida.

Inés llamó a uno de sus asesores.

- ¿Tú estás al tanto del tema del “cayuco”? ¿Me puedes explicar por qué separan al grupo?
- Es que a los menores los mandan a otro lugar…
- ¿Cómo es eso de menores?
- Bueno, en este grupo vienen varios entre los 13 y los 18. Los que no tienen algún familiar a bordo son derivados. No los podemos deportar directamente.
- ¿Pero cómo puede ser que vengan menores?

Mientras hablaba, Inés miraba las fotos y la vista le quedó congelada en el rostro y el cuerpo de uno de los chicos. Debía tener la edad de su Iván, tenía su altura, sólo que estaba en los huesos, apenas vestido, pero con esa misma mirada casi infantil.

- Necesito ver a este chico, díganme dónde está-

Ver el rostro, cuerpo y mirada de aquel chico que decía llamarse Mbosue, le había producido un golpe emocional. No podía entender que una madre librara a su suerte a un niño de esa edad y conociendo el riesgo que se corre, lo dejara abordar aquellas embarcaciones con destino prácticamente desconocido.

Por la tarde la llevaron a la Casa-Albergue de la buena esperanza, nombre que sintió se acomodaba perfectamente a la realidad. La misma directora del establecimiento salió a recibirla.

- Diputada, dijo
- Diputada nada, dijo Inés. Hoy vengo como madre y mujer. Necesito hablar con ese chico.
- Está todo listo, no se preocupe Diputada.

La Diputada sólo le devolvió una mirada quejosa.

Algunas horas antes, cuando la secretaria de Inés por fin dio con el centro de acogida, había informado ala secretaria de la directora que Inés iría a reunirse con aquel muchacho, se había producido una revolución en el centro. Se había dispuesto un gran operativo de limpieza y orden general, se había duchado y enjabonado a todos los residentes, habían repartido alguna ropa nueva entre los más desprovistos. Mbosue era uno de ellos y no había aceptado la ropa hasta que encontraron un traductor que le explicara que se trataba de un regalo, para que estuviera más cómodo.

Inés se sorprendió al ver el lugar tan perfectamente ordenado, se imaginaba que si a ella le costaba mantener el orden con dos, un centro con 200 adolescentes sería mucho más complicado.

La llevaron hasta la cafetería del lugar donde había una mesa dispuesta para que ella merendara con el joven africano. Lo vio aparecer escoltado por la directora, venía asustado, seguramente preguntándose porqué él, qué había hecho, adónde le llevaban.

Efectivamente se parecía bastante a Iván, claro, con otros rasgos y otro color de piel, pero tenía los rasgos inconfundibles de la inocencia y la picardía, y cuando por fin sonrió para saludar, mostró un brillo tremendamente especial.

- Hola, me llamo Inés y este señor nos ayudará a comunicarnos. Quiero que me cuentes cómo es que has llegado hasta acá.
- En un barco, respondió inocente.
- Entiendo, pero ¿cómo es que decidiste a venir?
- Mi madre murió hace algunos años y cuando mi padre supo que uno de sus vecinos en la aldea tenía un hijo que le enviaba dinero desde Europa, él averiguó cómo se hacía para llegar hasta allá. ¿Esto es Europa, no?
- Claro, estas islas pertenecen a España que forma parte de Europa.
- Tuvimos que juntar mucho dinero. Trabajamos todos en la familia. Al principio era mi hermano mayor quién viajaría primero, pero cuando la guerra comenzó los llevaron las milicias, nunca más supimos de él.
- ¿Y tu padre?

A los niños se le llenaron los ojos de lágrimas. Intentó inútilmente evitar que éstas se derramaran por las mejillas, pero era inútil, y mientras caían pasaba las mangas de la camisa nueva para secarse.

Las lágrimas aparecieron también en los ojos de la mujer, ella se acercó y lo abrazó, ambos lloraron, mientras ella intentaba consolarle, consolarse.

A partir de ese momento se produjo una relación continua entre ambos y Mbosue compartió muchas veces el hogar de Inés y sus hijos. El chico hacía rápidos progresos en español e Iván e Ignacio se encargaron de enseñarle todas las malas palabras que conocían, a veces bromeando sobre el significado verdadero de alguno. La simpatía y autenticidad del africano le abrieron un espacio en esa casa y en cada uno de los corazones de sus habitantes.

Mientras tanto, Inés luchaba por dar a conocer la realidad de estos jóvenes y que su país les aceptara.

El peso del nacionalismo y los fundados temores de nuevas y más grandes olas de inmigración ponían frenos a soluciones definitivas que no significaran la deportación.

Y pasaban los días y pasaban los meses y Mbosue se había transformado en alumno aventajado en el albergue y transmitía sus conocimientos de español –incluyendo sus groserías- a todos sus albergados. Mientras su cumpleaños 18 se iba acercando y Mbosue hacía planes de celebración, sus amigos del albergue le advirtieron sobre lo bueno y lo malo que se le venía encima. Pese a los esfuerzos de Inés, España no definía una política sobre el tema y la adultez en este caso, era sinónimo de deportación.

Mbosue lo habló con Inés con palabras que se incrustaron profundo en sus intestinos de mujer.

- No me puedes dejar ir, yo soy como tu hijo, al menos yo te siento como mi madre.
- Pero soy diputada, no puedo ir contra la Ley. Pero estoy haciendo todo lo posible.
- Pero queda un mes, si no ha pasado nada en casi dos años, ¿por qué esto cambiaría ahora?
- Ten fe, no te preocupes, algo arreglaremos.

Y se abrazaron como el primer día, pero esta vez el muchacho sabía que no había tiempo que esperar. Inés por su parte intuía que no había tiempo de hacer mucho, no era capaz de dar un camino racional a un cúmulo de emociones que la invadían. Siempre en su vida profesional había tenido que demostrar a los demás su capacidad de actuar por encima de las emociones, siempre, hasta que la emoción fue demasiado personal.

Hoy al leer la carta, todo aquello no importaba nada.

2 comentarios:

La.- dijo...

Pavel, tus cuentos son cada vez más intensos. Me encantó.
Se ve que el alma está volviendo...

Laris.

Jean dijo...

Simplemente maravilloso!!!! Me conmovió hasta el alma!!! Gracias por el deleite!