domingo, 18 de noviembre de 2007

Quiebres



Es difícil imaginar cuándo las cosas van a terminar y los motivos que tienen para hacerlo. Pero todo aparentemente tiene un final y como dice la canción “todo lo que termina, termina mal”.

Aquí estamos, mis hermanos, mi madre y yo. Yo mirando por las ventanas de la sala de espera 21 del ala nueva del aeropuerto de Miami. Nuestra ropa, nuestros documentos, nuestro ánimo parece transparentar un agradable viaje de vacaciones. Yo sé que no es así.

Desde 2001, cuando la familia dejó la amplia casa del golf donde vivíamos y nos vinimos al no menos agradable departamento que mi padre había comprado aquí, siempre me di cuenta de los motivos, las explicaciones y la realidad de lo que estábamos viviendo.

También he sido capaz de traducir el tono de las explicaciones de mi madre y la forma en que ha ido evolucionando su discurso, en particular en relación a mi padre. Creo que mucho de esto es gracias a lo que he aprendido de y con Mariana, mi media hermana mayor. Tiene tan solo un año y meses más que yo, y aunque ambas sabemos que yo fui la causa o la consecuencia o ambas de la salida de nuestro padre de su casa (y traslado a la mía), hemos sido y somos grandes amigos.

Ella siempre supo mucho más que yo y siempre compartió conmigo lo que sabía. Ella me ha contado mucho de lo que sé, está a punto de cumplir los 18 y en los últimos meses de colegio secundario. Yo tengo 16 cumplidos, tengo dos hermanos un poco menores; Esteban de 15 (o casi) y Lucas de 12.

Desde que nos vinimos, es decir hace 7 años, vivimos en una elegante zona residencial de Miami y, lo creas o no, hemos mantenido intacto nuestro acento. Hablamos siempre en inglés afuera y el castellano es sólo puertas adentro. Nuestros amigos hispanos siempre han sido del sur de América del sur. El resto, según mi padre no existe.

Yo era apenas una niña cuando nos vinimos. Las cosas no andaban bien en mi país y mi padre, siempre hábil en los negocios, supo anticiparse y hacer unas movidas que le reportaron bastante dinero, aunque también significaran la necesidad de trasladarnos. El era dueño de una fábrica de zapatos, lo que justifica la forma en que mi madre hablaba de él en el último tiempo:

- el zapatero quiere que le lleves el diario, y pregunta dónde dejaste el control remoto,
- dile al zapatero que lo estamos esperando para almorzar, si nos va a honrar con su presencia,

Pero los zapateros nunca dicen lo que son. Dicen que son empresarios, o que son grandes artesanos. Mi madre me ha dicho el último tiempo que nunca se debe confiar en los zapateros, porque nos venden cosas tan pocas veces en la vida que no se preocupan realmente de hacernos volver. Lo que les importa según ella es hacer la venta. Y punto. Por eso harán todo porque llevemos un par de zapato, lo necesitemos o no, sea lo que queríamos o no.

Debe ser cierto, pienso. En mi vida el único calzado que he comprado dos veces en el mismo lugar, son mis zapatillas de correr. O las tenis.

Pero bueno, la forma en que mi madre llama a mi padre mutó de su nombre –Martín- a “zapatero”, con un tono de desprecio y dureza que, aunque me sorprendió hace algunos meses, hoy es parte del paisaje.

El zapatero no viene en este viaje. Mis hermanos piensan que nos vamos de vacaciones y yo sé que sólo con algo de suerte volveremos algún día por aquí.

No hay mucho que ver por los cristales de la sala de espera. Cemento y aviones. Tractores y maletas. Afuera llueve, como llueve en Miami, adentro sólo se escucha la música de mis auriculares, mientras mi madre separa a mis hermanos que se pelean una vez más.

Mariana me contó que notaba raro a mi padre en las últimas vacaciones, que había cambiado su forma de relacionarse con nosotros.

Creo que mi madre trata de decirme algo y no sé si tengo ganas de escuchar, ni siquiera si debo correr el riesgo de bajar el volumen de la música. Aunque no reacciono, ella tampoco insiste y yo desvío la vista hacia fuera, donde se cae el cielo a pedacitos.

En algunas horas más, cuando mi padre vuelva a Miami desde California, nosotros estaremos llegando a mi país. ¿Mi país? Ahora podré ver a mariana más seguido. Tendremos un nuevo colegio. Tendremos una nueva vida. Si Mariana quiere estaré cerca de ella y ella me protegerá. Ella me mostrará la ciudad donde nací.

Miro a mis hermanos y trato de reconocerlos. Han cambiado más y más rápido de lo que había logrado darme cuenta, pero siguen siendo un perro y un gato, siguen jugando a molestarse y se divierten peleando hasta que alguno –por lo general el más pequeño- termine llorando.

No me despedí de nadie, ni siquiera de mi novio Peter. Quizás debí llamarlo, pero parece que el corazón se me ha puesto duro y prefiero no mostrarle que me da lo mismo irme, que acá o allá deben haber cientos de otros Peter bastante más entretenidos y con menos olor a cerveza.

Mi madre me acera un botella de agua que rechazo por rechazar. Tengo sed y no quiero mostrarle que tiene razón, que tengo ganas y aceptar que ella es una buena madre aunque fuera por preocuparse por mí.

Estoy cansada. Es tarde y las últimas horas han sido tensas… más que de costumbre.

- No dejen nada que se vayan a arrepentir de no tener allá…
- Seguro que no quieres llevar esos zapatos
- ¿Llevas el impermeable que usas en el colegio?

No sé. Sólo llevo lo que me importa llevar. Mi música, mis camisas y mis recuerdos. Del zapatero, no sé si tendré noticias algún día.

2 comentarios:

María del Carmen dijo...

Me gustó Pavel, como todo lo que escribís. Me adentro en tus historias y me olvido del derredor ¡Lástima que, como dice Alejandro, al ser cuentos cortos uno despierta muy rápido!

Jean dijo...

Muy bueno Pavel!!! me tienes enganchada de principio a fin, y como dice maría del Carmen, citando a Alejandro, es verdad... terminan muy pronto!!! =)
Lo que es la naturaleza humana, verdad? el padre había dejado a su primera mujer por la narradora del cuento, y sin lugar a dudas había formado una nueva familia nuevamente? es increíbel como la historia en la vida de una persona se repite!!!