Llevaba días escondido en aquella ratonera.
Días desde que la llamada me advirtió y desaparecí. Más que nada echaba de menos la luz. Durante el día, una pequeña ranura iluminaba tenuemente la cama y el espacio que usaba como baño. No lo suficiente como para leer, no lo suficiente para mirarme, no lo suficiente para mirar hacia delante con tranquilidad.
Cada hora que pasaba, sentía -como en las películas de terror- que los muros se iban acercando entre sí, y mi espacio se achicaba. Podía pasar horas en el más completo silencio, pensando de qué forma se movía la estructura, para que aquello fuera posible y efectivamente los muros se movieran y achicaran el ya reducido espacio.
Cuando llegaba la tarde, o al menos eso suponía, la luz menguaba hasta dejar todo a oscuras. Las noches eran largas y frías, me arrimaba a una esquina porque el ángulo me hacía sentir seguro. La respiración se hacía más difícil a medida que los minutos pasaban. Y a medida que me iba ahogando, sentía las lagrimas descender por las mejillas.
No podía hacer ruido, no podía encender una luz, y el frío no sólo había invadido la habitación. Se había incrustado en mi cuerpo, ya formaba parte de él.
Llevaba días escondido en aquella ratonera.
lunes, 4 de junio de 2007
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