martes, 12 de junio de 2007

Amanda

De repente se apagó la luz y pese a ser día, nadie pudo ver nada más. Los movimientos los hicimos a tientas, cuidadosamente preocupados por los peligros que suponíamos acechaban. Hubo momentos en que efectivamente escuchamos o creímos escuchar unos gritos desesperados y aunque no podíamos contarnos, nos dimos cuenta que íbamos quedando menos. Es probable que la oscuridad haya hecho el tiempo más lento y que ansiáramos con fuerza llegar que llegara el amanecer. Yo personalmente precisaba ver a mis amigos, saber que estaban bien. También temía intensamente el recuento pues las ausencias serían dolorosas y el ánimo del grupo se vería afectado. Pero más temía que llegara la luz y yo no estuviera ahí. No temía la muerte como estado –o fin-, temía el camino hasta encontrarla.

Según se alargaban los minutos supe que la necesidad de caminar podría más que el agobiante temor, incluso si aparecían los gritos de dolor. No sabemos la fuerza que tenemos, sobre todo en medio del horror.

El tiempo se estiraba y mis fuerzas menguaban, no había atisbos de luz y pensé que jamás vería de nuevo esas caras, ni verían tampoco la mía. Y fui perdiendo el control. Mi control, y el de los demás.

Y cuando parecía que no daba más, cuando me costaba incluso mantener los ojos bien abiertos, la luz volvió, lentamente. Muy lentamente.

La luz volvió y no me reconocí. Tampoco reconocí a los demás. El cielo nunca más tuvo el color de ese ayer. La casa, la esquina, el café; todo cambió. Y me quedé esperando que se apagara definitivamente la luz.

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