Hay una historia que se cuenta en círculos privados respecto de un grupo de cinco o seis latinos que durante casi dos años se juntaba para el brunch sabatino en un restaurante judío de Nueva York.
El “2nd avenue deli” había sido inaugurado a mediados de los cincuenta por quienes los parroquianos conocieron como Abe, un ucraniano sobreviviente del holocausto, y estaba ubicado en la segunda avenida –como su nombre lo indica- en la esquina con la décima, en las cercanías del East Village. Esta zona alberga también otros restaurantes de este tipo y teatros que en algún momento del siglo pasado le dieron el nombre de “idish broadway”.
En el exterior del hoy desmantelado restaurante, se describían algunas de sus especialidades en un entorno marcado por la presencia de mucho aluminio y grandes letras que simulando ser del alfabeto hebreo anunciaban el nombre del local.
Entrando se descubría una pequeña colección dedicada a actores y artistas de origen judío y dando una pequeña vuelta por entre las mesas, por el lado derecho de la entrada, se llegaba a un salón de menor tamaño, que ofrece mayor privacidad a quienes ocupan alguna de las cerca de diez mesas que hay allí. Este salón tiene como particularidad la decoración de sus muros, con afiches, recortes, fotos y otros elementos, fundamentalmente relacionados con la actriz idish Molly Picon. Un ícono de la cultura judeo-norteamericana.
Cuando llegaban los latinos, los sábado alrededor de las 11, encontraban preparada allí, una mesa doble en la que podían sentarse con bastante comodidad. Con ellos, la mesa iba llenándose de vasos con jugo de manzana, cerveza, café, y los reputados sándwiches de pastrami, que alcanzaban para dos, pepinos, arenque, bagels, etc. En invierno, cuando el frío parecía traspasar los gruesos vidrios del local, la sopa de matzot era la tradición. Otro de los favoritos era el pescado ahumado, especialmente para el chileno, que según decía le recordaba Puerto Montt.
El hijo del dueño era uno de los que los atendía, y tenía la particularidad de saludarlos diciendo con pésima pronunciación, “Se habla español, compañeros”:
Hecho el pedido, él se iba y la conversación se iniciaba comentando alguna noticia reciente, o un nuevo rumor lanzado por algún diplomático díscolo. Siempre, y al cabo de no mucho rato, se llegaba a un punto en la conversación en el que con las bocas llenas, se demostraba o acordaba que los vientos estaban cambiando y que era claro el avance del proceso revolucionario en toda la región y que los EEUU tendrían que aceptar que la revolución se expandiera y se instalara en su propio jardín.
También ocurría, por lo general al inicio de la tercera ronda de bebidas, en que la organización de las revoluciones, la distribución de las armas y ministerios, así como la conformación de alianzas multinacionales entre los movimientos representados, daba paso a nuevos rumbos en la conversación: alguien había cruzado a Woddy Allen mientras caminaba hacia allí o se había topado con Lennon en medio de Central Park, etc. De ahí en más quedaba abierto el camino para nuevas historias, cuentos de hombres que, solteros o casados, encontraban nuevos amores en las calles numeradas de la gran manzana.
La revolución tornaba en revolcón y semana tras semana, las historias adquirían mayor profundidad y detalle. Ya no importaba lo poco verídico que pudieran resultar, la amistad inquebrantable de los pueblos americanos era lo más relevante.
Alguno comentaba respecto de lo sencillo que resultaba levantarse a una gringa durante un encuentro de solidaridad o cómo ser “sudaca” ejercía un atractivo especial entre las estudiantes de su carrera. No era lo mismo ser portorriqueño de Harlem que sudamericano de verdad.
Cuando llegaba el momento de irse, algunos terminaban la conversación haciendo recomendaciones sobre un restaurante al que habían ido o del que habían escuchado. Lombardi’s en Little Italy era uno de los favoritos de los rioplatenses, mientras que otros apenas si podían salir de sus casas que era su refugio de estudios.
Pese al alto grado de familiaridad que parecían haber alcanzado, nunca se invitaban a las casas. Eso hubiera sido eliminar una de las medidas de seguridad importantes que tenían estas reuniones. En sus casas aparecían con sus nombres y apellidos verdaderos.
Ernesto, Luis, Rodrigo, José nunca se llamaron así. Por eso sonaba divertido cuando llegada la primavera se iniciaba oficialmente el fútbol matinal que hacía de preliminar al “brunch”. Se incorporaban otros jugadores que descubrían que a José Pablo le llamaban Luis, o a Martín que le llamaban Ernesto.
Al cabo del primer año ambos mundos conocían dos formas de llamar al mismo personaje, conocían donde iban, muchas veces con quién dormían, pero desconocían apellido y dirección.
Solo se juntarían, lloviera o nevara, en este restaurante.
El fin de los estados dictatoriales en sus respectivos países, así como el término de sus programas de postgrado y por cierto las becas asociadas, el grupo se fue diezmando y terminó por desaparecer. Nadie dijo adiós, nadie se despidió, simplemente se fueron todos, uno a uno.
Un día –muchos años después- sonó el teléfono de la nueva oficina de uno de ellos. La secretaria contestó con el mismo tono de siempre:
- Subsecretaría de Hacienda, buenos días.
- Él está ocupado, es su primer día
- Bueno, déjeme ver, un momento por favor
Ella dejó el teléfono y se acercó a la puerta de la oficina de José Pablo Ruz, quien leía en internet la noticia del cierre definitivo del “second avenue deli” de Nueva York, y le dijo,
- Don Juan Pablo, lo llaman del Consulado de Argentina, me dicen que le diga “ Luis, te llama Ernesto, el del café de Nueva York”.
José Pablo sonrió y se miró al espejo. Qué lejos estaba ese tiempo…
- aló…
El “2nd avenue deli” había sido inaugurado a mediados de los cincuenta por quienes los parroquianos conocieron como Abe, un ucraniano sobreviviente del holocausto, y estaba ubicado en la segunda avenida –como su nombre lo indica- en la esquina con la décima, en las cercanías del East Village. Esta zona alberga también otros restaurantes de este tipo y teatros que en algún momento del siglo pasado le dieron el nombre de “idish broadway”.
En el exterior del hoy desmantelado restaurante, se describían algunas de sus especialidades en un entorno marcado por la presencia de mucho aluminio y grandes letras que simulando ser del alfabeto hebreo anunciaban el nombre del local.
Entrando se descubría una pequeña colección dedicada a actores y artistas de origen judío y dando una pequeña vuelta por entre las mesas, por el lado derecho de la entrada, se llegaba a un salón de menor tamaño, que ofrece mayor privacidad a quienes ocupan alguna de las cerca de diez mesas que hay allí. Este salón tiene como particularidad la decoración de sus muros, con afiches, recortes, fotos y otros elementos, fundamentalmente relacionados con la actriz idish Molly Picon. Un ícono de la cultura judeo-norteamericana.
Cuando llegaban los latinos, los sábado alrededor de las 11, encontraban preparada allí, una mesa doble en la que podían sentarse con bastante comodidad. Con ellos, la mesa iba llenándose de vasos con jugo de manzana, cerveza, café, y los reputados sándwiches de pastrami, que alcanzaban para dos, pepinos, arenque, bagels, etc. En invierno, cuando el frío parecía traspasar los gruesos vidrios del local, la sopa de matzot era la tradición. Otro de los favoritos era el pescado ahumado, especialmente para el chileno, que según decía le recordaba Puerto Montt.
El hijo del dueño era uno de los que los atendía, y tenía la particularidad de saludarlos diciendo con pésima pronunciación, “Se habla español, compañeros”:
Hecho el pedido, él se iba y la conversación se iniciaba comentando alguna noticia reciente, o un nuevo rumor lanzado por algún diplomático díscolo. Siempre, y al cabo de no mucho rato, se llegaba a un punto en la conversación en el que con las bocas llenas, se demostraba o acordaba que los vientos estaban cambiando y que era claro el avance del proceso revolucionario en toda la región y que los EEUU tendrían que aceptar que la revolución se expandiera y se instalara en su propio jardín.
También ocurría, por lo general al inicio de la tercera ronda de bebidas, en que la organización de las revoluciones, la distribución de las armas y ministerios, así como la conformación de alianzas multinacionales entre los movimientos representados, daba paso a nuevos rumbos en la conversación: alguien había cruzado a Woddy Allen mientras caminaba hacia allí o se había topado con Lennon en medio de Central Park, etc. De ahí en más quedaba abierto el camino para nuevas historias, cuentos de hombres que, solteros o casados, encontraban nuevos amores en las calles numeradas de la gran manzana.
La revolución tornaba en revolcón y semana tras semana, las historias adquirían mayor profundidad y detalle. Ya no importaba lo poco verídico que pudieran resultar, la amistad inquebrantable de los pueblos americanos era lo más relevante.
Alguno comentaba respecto de lo sencillo que resultaba levantarse a una gringa durante un encuentro de solidaridad o cómo ser “sudaca” ejercía un atractivo especial entre las estudiantes de su carrera. No era lo mismo ser portorriqueño de Harlem que sudamericano de verdad.
Cuando llegaba el momento de irse, algunos terminaban la conversación haciendo recomendaciones sobre un restaurante al que habían ido o del que habían escuchado. Lombardi’s en Little Italy era uno de los favoritos de los rioplatenses, mientras que otros apenas si podían salir de sus casas que era su refugio de estudios.
Pese al alto grado de familiaridad que parecían haber alcanzado, nunca se invitaban a las casas. Eso hubiera sido eliminar una de las medidas de seguridad importantes que tenían estas reuniones. En sus casas aparecían con sus nombres y apellidos verdaderos.
Ernesto, Luis, Rodrigo, José nunca se llamaron así. Por eso sonaba divertido cuando llegada la primavera se iniciaba oficialmente el fútbol matinal que hacía de preliminar al “brunch”. Se incorporaban otros jugadores que descubrían que a José Pablo le llamaban Luis, o a Martín que le llamaban Ernesto.
Al cabo del primer año ambos mundos conocían dos formas de llamar al mismo personaje, conocían donde iban, muchas veces con quién dormían, pero desconocían apellido y dirección.
Solo se juntarían, lloviera o nevara, en este restaurante.
El fin de los estados dictatoriales en sus respectivos países, así como el término de sus programas de postgrado y por cierto las becas asociadas, el grupo se fue diezmando y terminó por desaparecer. Nadie dijo adiós, nadie se despidió, simplemente se fueron todos, uno a uno.
Un día –muchos años después- sonó el teléfono de la nueva oficina de uno de ellos. La secretaria contestó con el mismo tono de siempre:
- Subsecretaría de Hacienda, buenos días.
- Él está ocupado, es su primer día
- Bueno, déjeme ver, un momento por favor
Ella dejó el teléfono y se acercó a la puerta de la oficina de José Pablo Ruz, quien leía en internet la noticia del cierre definitivo del “second avenue deli” de Nueva York, y le dijo,
- Don Juan Pablo, lo llaman del Consulado de Argentina, me dicen que le diga “ Luis, te llama Ernesto, el del café de Nueva York”.
José Pablo sonrió y se miró al espejo. Qué lejos estaba ese tiempo…
- aló…
3 comentarios:
Fresca, entretenida y con un toque de emoción. Me encantó tu historia.
Seguí escibiendo, café mediante, que el proyecto va tomando forma.
Emocionante, intrigante y.... desenlace previsible. Me gustó.
Cecilia
Que hermosa historia.
No se como lleguè a tu blog, ni si sabrè volver, pero te agradezco el momento.
saludos
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